8va Entrega

4. EL BIEN COMÚN ¿EXISTE?



Hemos transitado un largo y árido camino para comprender por qué la noción de bien común ha sido extirpada de la deliberación política contemporánea. Descubrimos por qué el modelo individualista que hoy nos rige es enemigo de planteos comunitarios. Si se menciona el bien común, es con un carácter instrumental y limitado.

La visión individualista del bien común es evidente, como dijimos, en John Rawls, el actual defensor del liberalismo de carácter social. Él afirma:

“La idea de la primacía de lo justo es un elemento esencial de lo que he llamado ‘liberalismo político’ y desempeña un papel central en la versión de la justicia como equidad. Esa primacía puede dar lugar a malentendidos: podría pensarse, por ejemplo que implica que una concepción política liberal de la justicia no puede servirse de ninguna idea del bien, salvo, quizá, las puramente instrumentales o las que se reducen a las preferencias o a las elecciones individuales. Lo cual necesariamente es falso, pues lo justo y lo bueno son complementarios: ninguna concepción de la justicia puede basarse enteramente en uno o en el otro, sino que ha de combinar ambos de una determinada manera.”

Rawls parece abrir paso al bien común, pero debemos interpretarlo con cuidado: el individualismo no está en este párrafo, sino más bien en la forma en que construye su versión de la justicia como equidad.

El pensador norteamericano obliga a las partes que acuerdan esos criterios de justicia a cubrirse de un “velo de ignorancia”.

“(El velo de ignorancia) implica no permitir que las partes conozcan la posición original de quienes representan, o la particular doctrina comprehensiva de la persona que cada uno representa. La misma idea se hace extensiva a la información sobre la raza y el grupo étnico de pertenencia de las personas, sobre el sexo y el género, así como sobre sus variadas dotaciones innatas, tales como el vigor y la inteligencia. Expresamos figurativamente esos límites a la información diciendo que las partes están detrás de un velo de ignorancia” 

El velo de ignorancia impide traer a la mesa de debate sobre lo que es justo, posiciones sociales, creencias, ideologías, etc. Según él, sólo deben valerse de ideas del bien razonables, y en un sentido muy restringido: “Las ideas del bien incluidas deben ser ideas políticas; esto es, deben pertenecer a una concepción política razonable de la justicia, de manera que podamos suponer: a) que son, o pueden ser, compartidas por los ciudadanos, considerados como libres e iguales; y b) que no presuponen ninguna doctrina particular plenamente (o parcialmente) comprehensiva”. Este es el supuesto central de lo que Rawls ha llamado “la primacía de lo justo”.

Ocurre que Rawls junto a todos los autores modernos se contentan con un bien social definido en estos términos:

 “La noción de sociedad como una unión social de uniones sociales muestra no sólo cómo le es posible a un régimen de libertad dar acomodo a una pluralidad de concepciones del bien, sino también coordinar las varias actividades posibilitadas por la diversidad humana hasta conseguir un bien más englobante al que todos pueden contribuir y en el que cada uno puede participar. Obsérvese que para definir este bien más englobante no basta una mera concepción del bien, sino que es necesaria una particular concepción de la justicia, a saber, la justicia como equidad”.

La crítica más profunda a esta visión es la imposibilidad de comprender lo que es justo si no es a la luz de lo que es bueno. Y en esa idea de lo bueno -del bene vivere o del bien común- la razón no puede ser una limitación, sino que por el contrario debe convertirse en el motor que nos conduzca hasta el fin.

1. El bien para el hombre

¿Qué es el bien? Para los miembros de una especie determinada, el bien se define como el fin que les permite, en tanto que miembros de esa especie, alcanzar el nivel de perfección que les es propio. Esto supone varias ideas que aquí sólo podemos bosquejar. En primer lugar, que toda actividad humana tiende a un fin y que el agente siempre procurará que ese fin sea bueno para él, aunque objetivamente esté equivocado.

Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, afirma:

“Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden”

Sin embargo, el estagirita cuida de subrayar que el bien no es sólo un ente ideal especulado en la mente, sino más bien una empresa humana; una tarea que hay que realizar paso a paso. El bien es a la vez aspiración y producto. Es, puede decirse, un bien construido.   

Es mentira, entonces, que uno pueda elegir el medio con independencia del objetivo porque, en la vida práctica, el bien se encuentra en cada “escala” que el hombre transita para llegar al bien supremo posible. El medio también es bien; también es bueno o, en su defecto, malo.

En su libro Tras la virtud, Alasdair Macintyre (a quien seguiremos en varios aspectos a lo largo de este capítulo) explica: “Lo que constituye el bien del hombre es una vida humana completa, vivida de la mejor manera, y la práctica de las virtudes forma parte de esa vida de manera necesaria y fundamental: no es un mero ejercicio preparatorio para el logro de dicha vida. Por consiguiente, no podemos caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin habernos referido antes a las virtudes”.

Lo antedicho incide en nuestra reflexión puesto que las reglas de las cuales tiene necesidad un animal racional como el ser humano para actuar en forma justa, es decir en forma acertada con respecto a ese fin, no son reglas independientes a él, ni al desarrollo de su vida; no son externas a la esencia de ese fin.

Recordemos lo que en su momento afirmamos, pues está vinculado con esta última reflexión: como agentes políticos nos encontramos con un presente, nuestra realidad o si se quiere nuestro ser, pero ante un objetivo futuro, un deber ser; el objetivo puede ser potencial en cada uno de los pasos intermedios pero a la vez se realiza, puesto que en cada uno se hizo “lo posible”. Por todo esto quienquiera que ignore aquello que es su bien pierde por ello el sentido que le permitirá actuar de manera justa en cada circunstancia específica.

Hasta aquí surge que, para un acuerdo racional sobre las reglas morales de la sociedad, las normas de justicia entre ellas, es necesario un previo acuerdo del mismo carácter sobre la naturaleza del bien humano.

Sin embargo con nuestra primera conclusión hemos “arribado” muy lejos de las costas modernas puesto que, en las sociedades liberales contemporáneas una de las afirmaciones centrales es que las instituciones públicas, y en especial el gobierno, deben mantener una neutralidad con respecto a las concepciones rivales del bien humano. Desde el punto de vista liberal, la adhesión a una concepción particular del bien limitaría la capacidad de cada individuo de elegir por sí mismo cuál es su propia visión del bien.

2. El bien como una elección personal


De inmediato se advierte que el liberalismo mantiene un postulado implícito: un debate entre las concepciones particulares del bien no puede ser aceptado en el debate público, porque no se llegará a un resultado racionalmente convincente para todos.

Muchos liberales sostienen que el valor de la autodeterminación es tan obvio que no requiere ninguna defensa. Argumentan que permitir que las personas se autodeterminen constituye el único modo de respetarlos como seres morales plenos.

Sin embargo hay una pregunta que no ha sido respondida: para que la libertad tenga opciones significativas para el que decide, ¿no debe existir una base común, con parámetros públicos sobre lo que constituye la mejor clase de vida para un ciudadano? Hablamos de parámetros que superen el simple esquema libertad privada-coacción pública.

Los liberales consideran tales políticas una limitación ilegítima de la autodeterminación, no obstante lo plausible que pueda ser la teoría del bien subyacente. No sólo porque puede atentar contra mis propias convicciones, sino también porque puede coartar mi libertad de cuestionar tales creencias a la luz de cualquier otro argumento que ofrezca nuestra cultura.

El liberalismo en definitiva tiene miedo del totalistarismo y, hay que reconocerlo, su miedo es fundado por la experiencia histórica. Es el miedo que tenemos todos. Lo que nos hace ser liberales aun sin serlo. Por ello, el gran principio liberal es “el principio de adhesión”. El miedo nos lleva a sentenciar: salvo aquellas cosas prohibidas y exigidas al solo efecto de una convivencia pacífica, todo lo demás debe pasar por el tamiz de una decisión libre.

Nuevamente debemos adentrarnos en el ámbito de la antropología filosófica. Aquella visión de la persona propia del individualismo que estudiáramos más arriba, vislumbra un ser humano apreciado como elector autónomo de fines. Y la apreciación lleva a conceder una prioridad absoluta sobre esos fines. Lo que básicamente merece respeto de los seres humanos es su capacidad para escoger objetivos y fines, y no las elecciones específicas que haga. El mismo Rawls lo afirma: “El yo es anterior a los fines que establece”

Esta concepción lleva a Rawls a imaginar el momento constitutivo de las reglas sociales de convivencia como una posición original cubierta por aquel “velo de ignorancia”. Esto representa la idea que, en el actuar público, las personas sólo consensúan principios de justicia razonables para cualquier ser humano, sin importar su concepción de vida, como aceptando que -al no poder ponerse de acuerdo en nada más, al menos llegan a un acuerdo básico sobre el respeto por sus libertades, mientras nos dañen las libertades de otros y una pauta de equidad elemental para tener algún patrón de proporción.

Una tal concepción voluntarista de la persona y respecto a los fines y valores que hacen a su identidad ¿es real? o lo que es igual ¿es verdadera? En primer lugar habría que afirmar aquello que Michael Sandel reprocha a Rawls:

“Una consecuencia de esta distancia es situar al yo fuera del alcance de la experiencia, hacerle invulnerable, fijar su identidad de una vez por todas. Ningún compromiso llegará a absorberme hasta el extremo de no poder conocerme a mí mismo prescindiendo de él. Ningún cambio de mis propósitos y proyectos de vida puede ser tan perturbador que difumine el perfil de mi identidad. Ningún proyecto puede ser tan esencial como para que su abandono cuestione la persona que soy. Dada mi independencia respecto a los valores que poseo siempre puedo separarme de ellos, mi identidad pública como persona moral no se ve afectada porque cambie a lo largo del tiempo mi concepción del bien”

Rawls, a esta primera objeción, responde con una limitación de su concepción de la persona, al sostener en su segundo libro "Liberalismo Político", que no defiende una postura metafísica, sino más bien una postura política.

En base a la realidad de una cultura democrática contemporánea, lo único que podemos atribuir a la persona en el ámbito político, son los atributos de libre e igual. Todo lo demás existe y es importante, pero quedará reservado a la esfera privada o como máximo a la esfera social. No podrá ser invocada jamás en el marco político.

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