12 Entrega

3. Fantasías políticas

     Resulta difícil liberarse de las ataduras culturales de cinco siglos de modernidad que pesan sobre nuestros "genes". Hay ciertos tópicos políticos que nos resultan evidentes de tanto repetirlos y que nos dan una seguridad de estar parados en "terreno conocido", pero que guardan en su esencia las contradicciones y las falencias que denunciamos en el capítulo anterior.
     Todo el sistema político que nos rige está cimentado sobre verdaderas fantasías políticas. La primera fantasía es el contrato social. Desde Hobbes, Locke y Rousseau, los contractualistas imaginan una sociedad civil y su autoridad política como el resultado de una elección individual. Como individuos libres e iguales decidimos delegar todo o parte de nuestra soberanía para que un tercero gobierne.
     La ficción del pacto es una reducción que no sirve ni siquiera como metáfora. En primer lugar porque señala a la sociedad y a la autoridad como un resultado y no como un presupuesto.
     Respetar el pacto político, respetar el lema que indica que mis derechos terminan donde empiezan los de los otros; incluso entender el lenguaje con el que fue dictado ese pacto, todo ello requiere de un marco político previo.
     Pero lo más importante: nos somete a una mentira peligrosa, al decirnos que todos los miembros de la comunidad somos libres e iguales, porque así lo dice la ley, cuando en verdad no lo somos.
     Los grupos más desfavorecidos no tardan mucho en descubrir que el supuesto contrato no los beneficia como a otros, y que la igualdad jurídica y política es insuficiente cuando no hay educación, trabajo y asistencia, o sea, cuando no se pueden satisfacer las necesidades mínimas. La libertad y la seguridad, en los rígidos esquemas contractuales, no sacia el hambre ni sirve de manta para mitigar el frío de las noches de invierno.
     Alguien dirá: el contrato es la constitución y el poder constituyente es elegido directamente por los ciudadanos. Habría que ver hasta qué punto el constituyente es un simple comisionado o por el contrario un verdadero mentor de un instrumento jurídico-político que escapa a la comprensión de los “contratantes” que lo eligieron.
     Pero eso no es todo: la constitución puede servir para definir y resolver algunos problemas estructurales del Estado, pero se ve desbordada por la realidad cuando atendemos a la dinámica política, es decir, al Estado en su devenir cotidiano.
     Para eso están los jueces, será la réplica. Los jueces no pueden resolver “conforme a derecho” todos los problemas políticos de una sociedad. Cuando ésa es la expectativa, hay una clara señal de una distorsión. Es el momento en el que cambiamos la arbitrariedad de la opinión de los políticos por la arbitrariedad de los miembros de la justicia.
     Otro puede recriminar que por ahora la humanidad está en condiciones de garantizar la libertad política y la igualdad jurídica, y eso sólo en algunos países; lo demás vendrá con el tiempo y el esfuerzo de todos. La figura del contrato por tanto sería útil para explicar este proceso.
     El argumento sin embargo esconde una convicción fantasiosa. El individualismo liberal quiere otorgar al hombre con una norma escrita sobre un papel, la libertad y la igualdad por la que ha luchado durante toda la historia. Al otorgar la igualdad ante la ley y ante la autoridad es como que se consume el ideal de lo que puede esperarse desde lo político en el esquema liberal. Lo demás debe surgir de la acción espontánea de la sociedad civil.
     Es decir, el planteamiento del liberalismo político tiene un cierto sentido final, todo el subsiguiente progreso individual y social debe ser canalizado por los cauces privados. Pero ¿Cuánto puede durar la ficción de un pacto firmado que jamás existió para las personas que han sido desfavorecidas por la firma de ese contrato (desfavorecida en términos reales y no formales)?

4. Soberanía del pueblo.

      Segunda fantasía: sobre la base del contrato social el pueblo es soberano. Lo que siempre nos han dicho: si se pudiera, el pueblo debería llevar los asuntos públicos en una gran asamblea en la que todos los individuos dan su conformidad. Sin embargo el número de personas obliga a establecer una representación, y el pueblo pasa a gobernar por medio de sus representantes. La legislatura reflejaría -entonces- la voluntad general, que no es igual a la voluntad de la mayoría sino que, por el contrario, representa el bien común.
     Ahora bien: ¿ante quién nos representan los representantes? Todo parece indicar que ante los otros representantes. La teoría empieza a fallar. Se supone que personas de diferentes partidos y opiniones particulares legitimados por el voto de la gente, se reúnen en una deliberación pública para superar sus reflexiones interesadas y parciales y lograr una reflexión común que configure lo público, lo “de todos”.
     Pero... ¿qué sucede en la realidad? Las cámaras se convierten en un juego de transacciones entre intereses privados. Sin llegar a mencionar la corrupción, el sistema ya ha degenerado porque no hay que equivocarse: el bien común no se logra sumando los intereses particulares o sectoriales.
     Los representantes de nuestras sociedades individualistas votan conforme sus opiniones privadas que previamente han debido testear con el electorado; al menos eso es lo que se espera de ellos. En este sentido, a los candidatos se les exige posturas bien definidas y propuestas concretas para poder conseguir los votos, y jamás se les perdona que en la asamblea puedan cambiar de opinión. Un partido que tiene mayoría absoluta en el congreso desaparecería si no hiciera todo lo que prometió; si escuchara a la minoría por ejemplo y decidiera que en esas circunstancias políticas la posición de ellos es más acertada.
     El mecanismo conforma un círculo vicioso de efectos nefastos. El candidato ofrece su opinión privada, sus votantes lo eligen, en la asamblea se produce una simple yuxtaposición de intereses que además, para no perder tiempo, se organizan por grupos o bloques... directamente arreglan los líderes, y así se toman las decisiones.
     Los ciudadanos, no ya como votantes individuales sino como miembros conscientes de una comunidad, advierten que esas decisiones no atienden el bien común... El final no es feliz: la gente se distancia de sus representantes y pierden legitimidad.
     La deliberación pública en estos términos es pura retórica: en el recinto nadie convence a nadie; nadie dice las verdaderas razones que obligan a sacar una ley “a medias” y se invocan razones que nadie cree. Todos sabemos que en los pasillos han debido arreglar previamente y eso nos defrauda. Pero, en este caso, no es sólo una cuestión de “políticos transeros”: es un sistema abstracto que nada tiene que ver con la realidad.
     La legislatura no debiera ser una cámara de conciliación de intereses particulares, sino la representación de todo el pueblo como conjunto, pero está concebida de tal modo que es imposible superar los errores que nos exasperan.
     Podrá decirse que el verdadero debate se realiza en el seno de los partidos, que luego van en bloque, enarbolando la bandera de la disciplina partidaria, a confrontar posturas con los demás sectores. Sin embargo, ese debate no puede suplir la deliberación pública donde participan todos los sectores. En un partido, por muy abierta y generosa que sea la convocatoria (con elecciones abiertas y participación de los independientes), la deliberación es siempre privada: no se configura en el seno de la polis, del Estado. Tampoco sirve el debate que pueda generarse en el ámbito de los medios de comunicación, por la falta de legitimidad en la elección de sus protagonistas y por la posible manipulación de los tópicos en debate.

5. La representación ideológica

     Última fantasía en este marco: los representantes tienen un carácter ideológico, esto es, nos representan como adeptos a un partido que configura una postura “de derecha” o “de izquierda”, conservadora o progresista.
     En la visión tradicional -como bien señala Will Kymlicka- las personas situadas a la izquierda creen en la igualdad y suscriben así algún tipo de socialismo, mientras aquellas situadas en la derecha creen en la libertad y defienden el capitalismo de libre mercado. En el medio estarían los liberales, que creen en una cierta combinación entre libertad e igualdad. Sin embargo, esta manera de esquematizar la política es cada vez más inadecuada, en algunos casos porque la esquematización dificulta un diálogo abierto y constructivo; en otro porque confunde la posición de los interlocutores.
     Estamos obligados a replantear todo el fenómeno político y sus paradigmas de interpretación desde sus mismas bases. Es interesante, en este sentido, el libro de Anthony Giddens “Más allá de izquierdas y derechas” que analiza esta cuestión absolutamente actual. En un párrafo escribe:

  “Si los términos derecha e izquierda han dejado de tener el significado que poseían antes, y ambas perspectivas políticas están agotadas, cada una a su manera, se debe a que nuestra relación (como individuos y como humanidad) con el desarrollo social moderno ha variado. Hoy vivimos en un mundo de incertidumbre fabricada, en el que el riesgo es muy diferente de anteriores períodos en el desarrollo de las instituciones modernas. En parte, se trata de una cuestión de dimensión. Algunos riesgos actuales tienen “grandes consecuencias”, los peligros potenciales que representan afectan a todos, o a gran número de personas, en toda la superficie terrestre”.
     No hace falta que me extienda en las influencias catastróficas que han tenido las ideologías decimonónicas y los partidos políticos que se estructuraron a su sombra. Hoy aquellas ideologías han perdido peso, pero la estructura de representación continua en silencio subordinada a sus premisas.
     El diputado o senador, no nos representa como profesionales, como jóvenes, como practicantes de una u otra religión, como discapacitado o como miembros de una u otra institución social. Ni siquiera nos representa, aunque en los papeles diga lo contrario, como habitantes de una región, porque como es sabido los senadores votan en general de acuerdo al partido, sin pensar mucho en los intereses de su zona.
     Sólo se ha tenido en cuenta históricamente la división de clases y, hoy en día, la condición de hombre o de mujer que obliga a un cupo. Sin embargo aquel criterio y esta incorporación también se inspiran en premisas ideológicas.

6. ¿Qué ocurre en la realidad?

     Ante tanta fantasía, ¿qué ocurre en la realidad? Nada nuevo que no hayan previsto en el siglo pasado pensadores como Tocqueville o John Stuart Mill. La democracia, un sistema ideal para la participación de todos en lo público y para el progreso de la comunidad, se pervierte bajo el influjo del individualismo moderno, y al final nadie participa.
     Esta consecuencia es catastrófica, pero aún falta lo peor: en el gobierno tampoco se eligen a los mejores, porque los mejores no dudan en alejarse y comprometerse con el mundo de lo privado.
     Lo único que verdaderamente tiene poder en una democracia pervertida es una opinión pública apática, incapaz de comprometer su tiempo en nada que no afecte sus intereses personales. Los políticos, muy lejos de gobernar con lo mejor de sí, están pendientes de lo que digan las encuestas.
     No sólo la política; el arte y la cultura deben subordinarse al rating y cualquier expresión que pueda denostar una cierta diferencia o particularidad es mirado con recelo. Es lo que aquellos autores llamaron la tiranía social de la mayoría que genera una suerte de despotismo blando.
     Lo novedoso -impensado para el pensador francés y el británico- es que esta tiranía sería, en el fondo, dirigida con extraordinaria sutileza desde los medios de comunicación y sus auspiciantes. Que jueces y gobernantes harían y desharían por temor a aparecer en las tapas de algún matutino.
      En la encrucijada idealismo/realismo, el segundo camino comienza en cada uno de los párrafos antecedentes. Mucha gente y en especial muchos políticos, al observar que la realidad es demasiado lejana al deber ser, fingen mantener una imagen de legalidad y de respeto hacia las normas pero, en verdad, cumplen con la lógica de la situación (ley de la selva) que rige los códigos políticos.
     La política para ellos tiene una doble cara: la que hay que mostrar frente a los votantes que en el fondo “no saben nada de lo que pasa aquí adentro” y frente a los medios, y la que realmente muestran todos los días en los pasillos y oficinas públicas.
     Otros intentan acomodar la realidad a sus planteamientos utópicos y luchan por ejemplo para que el poder “vuelva al pueblo”. Así se sanciona la posibilidad de referéndum, iniciativas populares y control de los políticos por parte de los ciudadanos. Sin quererlo, establecen una nueva fantasía. Primero porque el votante o el que firma una iniciativa no tiene idea de las complejas cuestiones que se esconden tras el tópico en discusión. Segundo porque, aunque algo supieran del tema, su opinión individual expresada en un cuarto oscuro en nada favorece la conformación de la Opinión Pública (con mayúscula). Esta se forma si, y sólo si, el ciudadano ha tenido oportunidad de participar en una previa deliberación pública con la posibilidad de contrastar sus opiniones privadas con las ideas y necesidades de otras personas.
            En la realidad entonces, lo que nos queda luego de disipar tantas fantasías y tanto pragmatismo, es una democracia por construir, con una lista bastante extensa de vicios y de contradicciones que debemos combatir con decisión.

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