19 Entrega

11. El bien común ante la igualdad


     Desde ya hay que decir que nuestro criterio de bien común, que permite a las personas llegar a ser lo que son o si se quiere lo que pueden ser, esconde un principio de igualdad más que acertado. Su mayor cualidad es que no obliga a todos a una igualdad de resultados, sino fundamentalmente a una igualdad de condiciones o de oportunidades.

     En este sentido, compartimos criterio con John Stuart Mill aunque sus fundamentos sean utilitaristas y los nuestros comunitaristas.

“Personas diferentes requieren también diferentes condiciones para su desenvolvimiento espiritual; y no pueden vivir saludablemente en las mismas condiciones morales (...) Las mismas cosas que ayudan a una persona en el cultivo de su naturaleza superior son obstáculos para otra. La misma manera de vivir excita a uno saludablemente, poniendo en el mejor orden todas sus facultades de acción y goce, mientras para otro es una carga abrumadora que suspende o aniquila toda la vida interior. Son tales las diferencias entre seres humanos en sus placeres y dolores, y en la manera de sentir la acción de las diferentes influencias físicas y morales, que si no existe una diversidad correspondiente en sus modos de vivir ni pueden obtener toda su parte en la felicidad ni llegar a la altura mental, moral y estética de que su naturaleza es capaz”

     Sin embargo, hay que ser prudentes antes de generalizar. En el primer nivel ya hemos dicho que se establece una igualdad de resultado. El Estado debe garantizar un marco de igualdad real respecto de las condiciones vitales que son absolutamente necesarias para su existencia e integridad. Como los valores en este estadio son la supervivencia, la libertad con respecto a la violencia física y moral, y demás bienes esenciales, lo público no puede darse el lujo de realizar o si quiera aceptar diferencias.

     En el segundo nivel de bien común la igualdad es de oportunidades o de resultado según una decisión de la comunidad. Aunque nos llene de temor supeditar bienes como la propiedad privada, la educación pública o la libertad a la decisión política debemos asumir que es así.

     Esta asunción igualmente no tendría por qué darnos mayores sorpresas, si se cumplen las condiciones para una correcta deliberación pública y se permiten espacios de posibilidad, según los parámetros que luego describiremos. Al menos no nos sorprenderá en el marco de nuestra cultura, que ha asumido a la propiedad privada, por ejemplo, como un derecho natural. Si solicitáramos un día la nacionalidad de un país dominado por alguna tribu de extrañas tradiciones allí sí podría ser justificado nuestro temor.

     ¿Podrá la asamblea pública en correcta deliberación cercenar la propiedad privada de las personas? La formulación de la pregunta exhibe todo el peso de la cultura individualista. Para disipar dudas diremos que no. El sólo hecho de hablar de “cercenamiento” está probando que la cultura y la escala de valores de esa comunidad no concordará con la nueva decisión. Si la asamblea decidiera compartir lo que cada individuo tiene debería ser porque las prácticas y las tradiciones así han configurado el sentir de esa comunidad. Con esto quiero significar que los criterios y los niveles de bien común funcionan en un plano más profundo que la simple deliberación política contingente.

     Pero ¿qué es primero?: ¿Los criterios políticos de bien común o la cultura política? A decir verdad, la fórmula óptima es una interacción entre la decisión política que promueve el desarrollo de la cultura y esa cultura que se legitima por la experiencia y el bien común que haya generado. La interacción es el “poder ser” al que hacíamos mención en el primer capítulo. Es el método relacional al que adherimos.

     Una consecuencia de lo dicho es que nuestro criterio no legitima el status quo, aunque tampoco da rienda suelta para los cambios bruscos y repentinos.

     Dos sectores pueden poner el grito en el cielo al ver afectados sus intereses por el criterio propuesto. El primero es el de los propietarios y en general miembros pudientes de la sociedad que verán en él una amenaza de estabilidad de sus derechos y posesiones. A ellos les diría en un hipotético diálogo: será vuestra responsabilidad que la fórmula política que los “ampara” genere el suficiente bien común, como para que no se produzca un malestar en la comunidad.

     El segundo es el de los desposeídos que tal vez se sientan defraudados con un criterio tan tibio y tan lejano a reformas radicales y revoluciones. Con respecto a ellos ya expresé mi sensibilidad, pero eso no debe empujarnos a adoptar criterios políticos desacertados, que en el mediano y largo plazo signifique la ruina de todo el proyecto político común. “Es fácil decirlo para las personas que sí poseen educación, salud, propiedad privada y demás” dirán ellos, pero sólo habrá una respuesta: “la revolución no los beneficiará ni a ellos ni a nadie”.

     Nos queda el último nivel en el cual no puede haber coacción por parte del Estado hacia el individuo. Eso no impide que también, en este nivel, se establezcan “ámbitos de posibilidad”.

     Sé que -con los anteriores párrafos- no respondo todos los interrogantes que pueden plantearse en lo que hace a la igualdad, pero considero que, por ahora, es suficiente para continuar el desarrollo.

12. El bien común ante la libertad


     En este apartado deberíamos copiar en forma textual el célebre ensayo de Isaiah Berlin: “Dos conceptos de libertad”, o citar a Benjamin Constant o al mismo John Stuart Mill. Todos ellos fueron defensores a ultranza de la libertad individual y rechazaron cualquier propuesta que impida hacer a los hombres lo que les place, sin que nadie pueda interferir. Con ellos como jurado examinaremos nuestra teoría.

     Berlin establece una distinción entre libertad en su sentido negativo y en un sentido positivo. El primero responde a la pregunta ¿cuál es el ámbito en que al sujeto -una persona o un grupo de personas- se le deja o se le debe dejar hacer o ser lo que es capaz de hacer o ser, sin que en ello interfieran otras personas? El segundo sentido, en cambio hace referencia al siguiente interrogante: ¿Qué o quién  es la causa de control o interferencia que puede determinar que alguien haga o sea una cosa u otra?

     Según el autor, la libertad “negativa” se realiza en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interfieren en mi actividad. Si interfieren en forma ilegitima estaré coaccionado o seré un oprimido, que no es lo mismo que estar incapacitado por la naturaleza o por las circunstancias. Es decir: no soy libre si alguien mi impide hacer algo, pero sí lo soy, según esta formulación, si se me permite llegar a la luna aunque de hecho no lo pueda hacer.

     Esta es la idea de libertad que ha sido concebida por los pensadores liberales del mundo moderno y en general por todos los autores que forjaron el individualismo moderno. Hobbes es preciso en su definición radical: “Un hombre libre es aquel que no tiene ningún impedimento para hacer lo que quiere hacer”. Tanto él como Locke, Mill, Constant o Tocqueville defienden un cierto ámbito de libertad personal que no puede ser violado bajo ningún concepto. Pueden diferir en la dimensión de ese ámbito pero el concepto es el mismo.

     Según Mill:

“Todos los errores que probablemente puede cometer un hombre contra los buenos consejos y advertencias están sobrepasados, con mucho, por el mal que representa permitir a otros que le reduzcan a lo que ellos creen que es lo bueno”.

     ¿Qué es lo que hace tan sagrada la protección de la libertad individual? Berlin resume los argumentos en un párrafo:

“La defensa de la libertad consiste en el fin “negativo” de prevenir la interferencia de los demás. Amenazar a un hombre con perseguirle, a menos que se someta a una vida en la que él no elige sus fines, y cerrarle todas las puertas menos una -y no importa lo que sea el futuro que ésta va a hacer posible, ni los buenos que sean los motivos que rigen a los que dirigen esto- es pecar contra la verdad de que él es un hombre y un ser que tiene una vida que ha de vivir por su cuenta”.

     Hay, en la fundamentación última de esta defensa, un petito principii que se sustenta en la dignidad humana. El valor que la libertad tiene en el marco de esa dignidad es verdaderamente incuestionable.

     ¿Por qué decimos entonces que es ésta una visión típicamente individualista? Fundamentalmente por dos razones. En primer lugar porque olvida que el contenido de nuestras decisiones viene configurado por las opciones significativas que existan en la comunidad en la que se ha desarrollado mi personalidad. ¿Por qué en esa y no en otra? Porque sólo en esa tendré aquellos “criterios comunes” que me permitan reconocer las opciones como tales; aunque sea para aceptarlas o para rechazarlas (y configurar mi “yo” en rebeldía).

     “Hacer lo que uno quiera” siempre tiene como marco lo que en general quieren o no quieren las personas con las que convivo en comunidad. Un ejemplo: si salgo a viva voz a gritar a la calle que he decidido liberarme de la influencia de la poesía hindú y su posible incidencia en las personas, nadie dará un peso por mi “liberación”, ni siquiera yo.

     Hay otra razón que se deriva de lo anterior y, aunque no es definitoria, es sugestiva. En general las opresiones más importantes, de las cuales pretendemos liberarnos, tienen una clara raíz social, es decir afectan a muchos miembros de la comunidad y eso es lo que legitima la lucha por la libertad. Sin embargo, los defensores de la libertad en sentido “negativo” diferencian claramente la libertad individual de la libertad del conjunto de los ciudadanos, o si se quiere, de la “libertad pública”.

     La visión individualista de la libertad no es incompatible, por ejemplo, con ciertos tipos de autocracia. Como una democracia, de hecho, puede privar al ciudadano individual de muchas libertades que pudiera tener en otro tipo de sociedad, los liberales no renegarían en tal circunstancia de un déspota liberal que permita a sus súbditos una gran medida de libertad personal. La libertad, según la visión individualista, no tiene conexión en este sentido por lo menos lógicamente con la democracia o el autogobierno.

      De esta forma hemos despejado una argumentación contradictoria. Ser libre de las interferencias externas, especialmente de aquellas que provienen del Estado, exige un presupuesto previo: que alguien me haya dicho o enseñado qué puedo hacer con esa libertad sin interferencias. “Cómo es eso de ser libre”, porque sino será una facultad potencialmente valiosa pero inexplotada en todas sus bondades. No es sólo en el pasado o en la niñez que necesitaremos de ese marco de referencia. Como hemos dicho, es una necesidad en todos los momentos del desarrollo de nuestras vidas.

     Por el otro lado, la libertad personal es muy pobre si no está encuadrada en un marco de libertad general, de libertad pública.

     Llegamos así al segundo sentido asignado por Berlin: la “libertad positiva”. Este se deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio dueño. Pero no dueño para hacer cualquier cosa, sino dueño para hacer lo que es bueno para él. Según Berlin, en un principio la distinción no es evidente. Sin embargo, a poco de andar, comienzan a aparecer todos los atropellos que, en nombre del “yo verdadero” de las personas o de su “yo superior” o de aquello que ellos mismos elegirían si fueran más cultos, menos ignorantes o menos corruptos, se han hecho en la historia de la cultura. En el momento en que adopto esta manera de pensar, ya puedo ignorar los deseos reales de los hombres y de las sociedades, intimidarlos, oprimirlos, y torturarlos en nombre y en virtud de sus “verdaderos” yo.
    
     De este modo la distinción que, en principio, no es más que la diferencia entre una “libertad de” o “con respecto a” y una “libertad para..”, muestra su contenido más polémico al atacar la libertad en nombre de la libertad.

“Si la esencia de los hombres consiste en que son seres autónomos -autores de valores y de fines en sí mismos, cuya autoridad consiste precisamente  en el hecho de que están dotados de una voluntad libre-, nada hay peor que tratarles como si no lo fueran, como si fueran objetos naturales manipulados por influencias causales, y criaturas que están a merced de estímulos externos, cuyas decisiones pueden ser manejadas por sus gobernantes por medio de amenazas de fuerza o de ofrecimientos de recompensas. Tratar a los hombres de esta manera es tratarlos como si no estuviesen determinados por sí mismos”.

     ¿Y no es acaso esto lo que esconde la teoría que estas reflexiones desarrollan? podría preguntar algún lector desconfiado. Incluso alguno más crítico argumentaría: llega a ser el que eres ¿no es acaso un intento que subestima la libertad de los hombres y los toma como el material humano que el benevolente reformador moldeará conforme a los fines, según él, más excelsos?

     En definitiva, ¿cómo salvar nuestra teoría de la tacha de totalitaria?

13. Teoría política de la interacción comunitaria


     ¿Es la propuesta que nos guía un colectivismo? Muy lejos está de serlo. La reflexion de Alain Touraine resulta atinada:

“¿Hay que pasar al otro campo y adscribirse al gran retorno de los nacionalismos, los particularismos, los integrismos -religiosos o no-, que parecen progresar casi por todas partes, tanto en los países más modernizados como en aquellos que se ven alterados de forma más brutal por una modernización feroz? Comprender la formación de tales movimientos plantea, desde luego, una interrogación crítica sobre la idea de la modernidad, pero no puede justificar de ninguna manera el abandono a un tiempo de la eficacia de la razón instrumental, de la fuerza liberadora del pensamiento crítico y del individualismo”.

     Touraine resume nuestro compromiso con la libertad moderna. Como Rawls, no seríamos capaces de aceptar una teoría política que no mantuviera una actitud respetuosa de la diversidad que, gracias a Dios, guarda la humanidad por el aporte de cada uno de sus dignos integrantes. No en vano dijimos en su momento que es esencial a lo político la pluralidad.

     Pero esta tolerancia no puede degenerar en indiferencia y “ostracismo”; no podemos seguir negando que compartimos una misma naturaleza y que tendemos a un fin similar. Que nuestros corazones guardan los mismos sentimientos y que compartimos miserias y valores comunes...

     Todo indica que la libertad en los actuales cauces individualistas es un bien que, sin embargo, produce mucho mal. ¿Cómo resolver esta aparente confrontación? Queremos una sociedad más solidaria pero no queremos entregar la libertad conquistada para lograrla. Queremos fortalecer los vínculos comunitarios pero “ni locos” renunciamos al derecho liberal a cambiar de pensamiento, de forma de vida y de escala de valores y creencias en el momento en que nos plazca.

     Para decirlo de un modo poético: la fórmula para superar esta aporía parece ser “caminar de la mano -y no encadenados- hacia un norte común”. Esta es la verdadera propuesta de las presentes reflexiones.

     No renunciamos a nada de lo que hemos afirmado y defendido. En primer lugar es necesario configurar nuevamente lo político con otros criterios y con otro fin: el bien común. Para que eso sea posible es condición sine qua non superar el individualismo. Ninguna propuesta política podrá resolver la crisis de lo público si nadie está dispuesto a superar el primer escollo: que en la asamblea pública tendremos que dejar un poco de ser “uno”, para empezar a ser un poco “todos”. El bien común exige como condición eso: una predisposición hacia lo común.

     Bajo estas premisas, que a esta altura se convertirán en axiomas, emprendemos la pregunta del millón: ¿cómo hacerlo? En adelante expondré cómo; la necesidad de una  política comunitaria interactiva entre los diversos sectores naturales y constituidos, en los que el hombre, que es uno, participa. Paralelamente, abrir las puertas del edificio político y jurídico a los valores morales que puedan ser compartidos en el ámbito de lo común en un esquema democrático. Para ello desarrollaré lo que he llamado un ámbito de posibilidad.

     Este es el resumen de la concepción política que decanta en estas reflexiones y que, para distinguirla de la teoría moderna tradicional, llamaremos Teoría política de la interacción comunitaria.

     El aporte fundamental, es incluir a los diferentes agentes comunitarios y a través de ellos a la comunidad toda, en un sistema político; originando así una interacción liberada de valores antagónicos sólo en apariencia como son la utilidad y la solidaridad, el interés y la virtud.

     Si de lo anterior entendimos “poco y nada”, no hay que preocuparse. Sólo es la presentación formal de lo que en adelante será desarrollado. Antes, sin embargo, conviene asentar una advertencia. No voy a desarrollar una teoría general de la política, en primer lugar porque no podría y además porque, según afirmé en varios párrafos, no creo que una teoría general aporte nada al devenir político. Lo que sigue son algunas ideas que sí guardan una relación sistémica y que tal vez permitan resolver algunos problemas de ese devenir político contemporáneo.

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