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5. LA CONSTRUCCIÓN DE LO POLÍTICO


     He sentido la tentación de titular este capítulo "la reconstrucción de lo político", porque es mucho más afín al espíritu del libro y a su nombre: "¿Cómo salvar a al política?" Pero estaría induciendo a un error. Porque lo político no se "re-construye", por muy mala que nos resulte las experiencias políticas de los últimos años. Simplemente se sigue en la milenaria tarea de construcción, con sus épocas de oro y sus décadas infames. Las visiones apocalípticas o revolucionarias son románticas, pero en términos prácticos son inviables.

     Nuestra fundamentación antropológica ha dejado un dato relevante: lo político es la actualización de esa vocación política natural de los integrantes de una comunidad.

     Sin embargo, no debemos cometer el error de pensar que todas las actividades humanas por el sólo hecho de serlas, son actividades políticas. Tampoco que todas las situaciones que enfrenta el ser humano en su relación con la comunidad se convierten en situaciones políticas.

     La vocación política del hombre sólo se manifiesta en la organización política o, lo que es igual, a través de sus instituciones. Lo político es lo público y la institucionalización de lo público -en nuestro tiempo- se manifiesta a través del Estado. El concepto de lo público puede llegar a exceder el ámbito estatal, aunque hay que ser precavidos a la hora de admitir las excepciones.

     Que lo político se refiera a todo lo que tiene que ver con el Estado, nos está señalando contrario sensu, que no todo lo que el hombre es y hace en su vida tiene que ver con lo político, sino sólo aquello que se desarrolla en el ámbito público o que tiene relación con él.

     Es importante rechazar un sincretismo que sentencia “todo es político”. Con Aristóteles podemos asegurar, por ejemplo, que el hombre en sus relaciones familiares, o en el ámbito religioso o cuando estudia o realiza deportes no está haciendo política ni debe moverse conforme criterios políticos. “No tienen razón -afirma el filósofo griego- los que creen que es lo mismo ser gobernante de una ciudad, rey, administrador de su casa o amo de sus esclavos”.

     Lo político, en esta perspectiva, tiene una actualización restringida en el Estado y aquello que sea relativo a su ámbito de influencia. En los demás ámbitos asistimos a la esfera humana de lo privado y de lo social y allí no hay política, o sólo hay política como presupuesto de lo privado, pero no en cuanto acción.

     Más aún: el hombre necesita de lo político como condición, pero sólo se realiza en su individualidad en el ámbito de lo privado configurado por sus decisiones libres. Cualquier teoría que exacerbe lo político está avasallando la posibilidad de las personas de alcanzar su plenitud.

1. ¿Qué es lo público?

     ¿Cuáles son los parámetros para diferenciar lo público de lo privado? Una primera afirmación lega nos acerca un elemento distintivo de gran claridad: lo público es lo común a todos -y de todos- y lo privado es lo propio de cada ciudadano.

     Según lo dicho dos elementos resultan constitutivos de lo público: el sujeto, que es un pueblo -que somos todos en cuanto “todos”- y un predicado, que es la res pública, la cosa común o del pueblo.

     Lo público es la actividad social que tiene como finalidad la de proteger a los miembros de una colectividad independiente, en tanto constituyen aquella colectividad y tienen, como tales, un bien común que salvaguardar, que es la razón de ser de la colectividad. Lo privado, en cambio,’ es la relación social que concierne al individuo y a las relaciones interindividuales como tales, sea del orden de la reciprocidad o del orden asociativo.

     Queda claro que el concepto de lo público no es reducible por naturaleza al de “colectivo", al igual que lo privado no es asimilable a lo individual. Es decir, lo privado no es sinónimo de individual, porque en el concepto se incluyen, fundamentalmente, relaciones sociales; se trata de un espacio diverso y multiforme, que incluye todas las relaciones sociales que la decisión política no incluye en el terreno de lo público.

     Todo lo dicho es correcto aunque deja sin responder muchos interrogantes relacionados. ¿Cuándo puedo, como ciudadano, decirle a la comunidad “no se entrometan”, esto es privado, y al revés, cuándo puedo exigirle su intervención por ser un asunto “de todos”?

     En otro capítulo dejamos sentada una tesis fuerte, que no debe pasar desapercibida. Diferenciamos la politicidad humana como presupuesto de su desarrollo y aquella que se actualiza en acciones concretas a través de instituciones concretas.

     En la primera, queremos destacar la necesidad que cualquier individuo tiene de nacer y desarrollarse en un ámbito político, como basamento para la construcción de su persona, de su privacidad y de su intimidad. Pero aquí hacemos referencia al segundo concepto, esto es: ya no estamos hablando de potencialidad política sino de necesidad de concreción de un marco político, para cualquier hombre que pretenda satisfacer las inquietudes básicas de su humanidad.

     De lo dicho podemos inferir que lo público y lo privado no son dos categorías que se contraponen en un mismo nivel ontológico, sino que, por el contrario, lo público en última instancia es la condición de lo privado. Es previo en el orden ontológico y también en el orden práctico, y como tal es superior a lo privado que se constituye en referencia a él.

     Hannah Arendt, en La Condición Humana, tiene una reflexión importante en este sentido: “Hemos dejado de pensar primordialmente en privación, cuando usamos la palabra ‘privado’, y esto se debe parcialmente al enorme enriquecimiento de la esfera privada a través del individualismo moderno”. Ha sido la influencia de ese individualismo el que nos ha hecho ver como natural la idea de que es previo lo mío antes que lo de todos.

     Pero los hombres no podemos convivir sin un orden político o, lo que es igual, necesitamos determinar para una convivencia efectiva qué es lo común; definir el ámbito de lo público que queremos compartir como comunidad, y reconocer lo que permanecerá en la esfera individual y grupal en donde el Estado estará “privado” de actuar. 
    
     No puedo saber a dónde quiero ir, si antes no se ha establecido el régimen del espacio común, por el que transitaré. No puedo decir “esto es mío”, hasta que no sea reconocido “lo mío” como tal por todos los demás. ¿Sólo eso? No puedo vivir, si no hemos acordado el modo de “convivir” y aún más: no puedo realizarme sin saber quiénes son mis “próximos”. La identidad personal necesita de los semejantes, y mi escala de valores sobre lo bueno y lo malo no tiene cimientos sin un marco común.

     Lo común no es una carga suplementaria inventada por algún teórico, para entrometerse en nuestros asuntos: es una necesidad vital previa a nuestro desarrollo particular. Por tanto, la política no es el remedio de nuestros pecados sino, por el contrario, una de nuestras actividades más elevadas. Es la diferencia, en definitiva, entre un pueblo -una comunidad de hombres forjada por un espacio político común- y una “manada” de hombres salvajes.

     Nuevamente Hannah Arendt: “La esfera pública, al igual que el mundo en común, nos junta y no obstante impide que caigamos uno sobre otro, por decirlo así. Lo que hace tan difícil de soportar a la sociedad de masas, no es el número de personas, o al menos no de manera fundamental, sino el hecho de que entre ellas el mundo ha perdido su poder para agruparlas, relacionarlas y separarlas”.

     Los pensadores modernos pondrán el grito en el cielo: estas últimas reflexiones han tirado por la borda toda una larga historia de lucha contra el poder ilimitado de reyes y gobernantes que avasallaron los derechos individuales de los ciudadanos invocando el interés público.

     La modernidad, en efecto, nos enseña que los ciudadanos primero dejaron bien en claro qué derechos querían resguardar en la esfera privada y con lo restante configuraron el espacio político. Pero estas elucubraciones teóricas no dejan de ser fantasías políticas, por muy buenas que hayan sido las intenciones de sus artífices.        

     Respetar el pacto político, respetar el lema que indica que mis derechos terminan donde empiezan los de los otros; incluso entender el lenguaje con el que fue dictado ese pacto, todo ello requiere de un marco político previo. Por tanto, las determinaciones del Poder no son limitaciones a la libertad, sino más bien, una condición de la libertad real, porque le da forma y la hace viable en sociedad.

2. Alcances de lo común


     La pregunta crucial ha quedado pendiente con cierta dosis de dramatismo: ¿Hasta dónde puede llegar lo común, lo público, que ahora ha sido elevado a un rango previo y superior a lo privado? La pregunta es del todo similar a otra que se ha repetido a lo largo de los últimos siglos desde el nacimiento del Estado moderno occidental. ¿Cuáles son los parámetros del accionar del Estado? ¿Quién podrá decir “basta” cuando un gobernante quiera convertir a toda propiedad y a todo derecho individual en parte de la cosa pública? En definitiva, ¿cuál es el límite entre autoridad y libertad?

     Esta fue la gran preocupación de todos los pensadores del siglo XVII y XVIII pero sobre todo del siglo XIX. En los primeros siglos se atacaba la arbitrariedad de los monarcas y su poder omnímodo. En el XIX se temía por las consecuencias de la Revolución Francesa, y sobre todo, por la suerte del hijo dilecto del siglo de las luces, el Estado  liberal, que aparecía amenazado por su hermano bastardo, la democracia universal y los socialismos.

     Su preocupación era legítima. Si los parámetros son dados por un gobierno de una mayoría descontrolada, produce efectos catastróficos para la comunidad, y para esa misma mayoría. Es la tiranía de la mayoría que tanto atemorizaba John Stuart Mill o el despotismo que vislumbraba Alexis de Tocqueville en el horizonte de la corriente igualitaria. En atención a esos desbordes, muchos autores redoblaron la apuesta y abogaron por sistemas políticos aún más rígidos, subordinados a estructuras de derecho comunes tanto para gobernantes como gobernados. Todo para contrarrestar los posibles desmanes del poder.

     No debemos olvidar que en el siglo XIX ya se habían establecido las bases individualistas en el pensamiento y en las estructuras de la modernidad. El ethos de la racionalidad, por su parte, creaba una expectativa generalizada en el desarrollo de la ciencia y de la técnica, como factores determinantes para que el individuo ya no necesitara ningún basamento comunitario para alcanzar su desarrollo personal. La cuestión entonces era asegurar el mayor grado de libertad individual posible en contra de todas las limitaciones que pudieran sobrevenir desde lo público.

     En el XIX también se sumó a la concepción liberal -con su idea estricta de un Estado sólo garante de los derechos individuales, una nueva corriente de pensamiento que pretendía una subordinación de la política a las nuevas ciencias que florecían con fuerza y autonomía. Estas corrientes propugnaban un Estado con un rol más activo, capaz de impulsar las reformas y los proyectos de desarrollo que surgían de estas nuevas ciencias: la Economía, el Derecho, la Sociología, la Psicología, la Biología...

     Hoy, el ethos de la modernidad ha sido defraudado. La cultura contemporánea ha sufrido demasiadas crisis como para continuar creyendo en el ideal iluminista del progreso sostenido. Ni el espíritu mecanicista del XVIII ni la visión organicista del XIX. Los hombres posmodernos guardamos en nuestra maleta de viajeros de la historia las terribles contradicciones e injusticias que produjeron aquellos movimientos. Ya le sumamos a Newton lo que dijo Einstein, a Adam Smith lo que denunció Leon XIII en su encíclica Rerum Novarurm, a Rousseau lo que hizo Hitler y a Marx lo que hicieron los Khmer Rouge en Camboya o los comunistas en la Unión Soviética.

     Toda la cultura se ha transformado, toda la realidad se ha transformado y sin embargo los criterios para definir lo público siguen atados a los paradigmas de aquellos siglos, a sus expectativas y a sus temores. Para continuar con la metáfora “somos viajeros del siglo XXI con un mapa político del siglo XIX”.

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