3era Entrega

¿Cómo saber algo sobre política?

     Si hemos llegado a esa perplejidad frente a lo político, estamos preparados para emprender el camino de "salvar a la política". Sin embargo, no sería bueno dejarnos ganar por el escepticismo para concluir: "frente a la realidad política nada se puede decir". No podemos renunciar a "civilizar al salvaje" apenas comenzado nuestro camino.
     La pregunta que ahora tenemos que hacer es ¿en qué punto podemos encontrar alguna verdad sobre lo político, para poder asirnos? Aquí nos sucede lo mismo que en los demás ordenes de la vida.
     El saber es una adecuación de nuestro conocimiento con la realidad. El problema, sin embargo, para el que pretende un saber adecuado a los hechos, es que no podemos subestimar ninguna dimensión de la realidad. A uno le gustaría que las cosas fueran simples: blanco o negro, bueno o malo, lindo o feo. Que fuera sencillo descubrir la diferencia entre el ser y el no ser.
     Pero existe la dimensión de un poder ser que es absolutamente real, aunque potencial, como es el caso de una semilla que puede llegar a ser una planta, y que, sin esa proyección, la comprensión de la realidad de la semilla resulta en extremo superficial.
     Además de esta dimensión de futuro, sin la cual no es posible entender el presente de un ser, existe una historia de esa realidad -una conexión causal- y una serie de matices que son accidentales pero, sin embargo, definitorios.
     La realidad es pluridimensional y ninguna de las dimensiones puede ser desatendida, si el objetivo es lograr un conocimiento verdadero. Sería una equivocación observar la realidad sólo como inmediatez, ya que la realidad es concreción (que no es lo mismo que inmediatez).
     A la primera complicación se agrega una segunda, que surge de nuestra propia subjetividad. Siempre es complejo confirmar si lo que uno está conociendo, es lo que verdaderamente es; si lo que piensa o juzga que es el objeto de su atención, realmente lo es.
     Nos enfrentamos a una encrucijada cuyos caminos conducen a concepciones muy distintas. Uno de los caminos nos lleva hacia Descartes, que llegó a dudar de todo salvo de él mismo (porque al estar pensando -tratando de saber- se aseguró, al menos, que existía).
     En sus propias palabras: "Queriendo yo pensar, de suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: “yo pienso, luego soy”, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando."
     El otro camino nos lleva a Sócrates y su frase: “Sólo sé que no se nada”. La sentencia, a más de ser una forma de humildad, es también una reafirmación de nuestra capacidad humana de percibir, de conocer y de entender. Marca una cierta actitud heurística -de búsqueda- con la cual podemos ir llenando ese espacio abierto por la curiosidad y el asombro.
     El estilo cartesiano nos lleva a la duda metódica, no ya como método científico eficaz, sino como incertidumbre vital. Podremos disimularla con grandes esquemas y teorías racionales, pero la realidad siempre ganará la partida. El camino que Sócrates propone, por el contrario, parte de un presupuesto extremadamente positivo que se resume justamente en el primer concepto de su definición de filosofía: el “amor” a la sabiduría. Se trata de dos teorías distintas sobre el espíritu humano: una es la filosofía del temor, y la otra es una filosofía del amor. Esta radical diferencia tiene consecuencias trascendentes a la hora de pensar una filosofía de la sociedad.
     El amor supone varias cualidades que merecen ser destacadas. En primer lugar supone una voluntad constructiva. Sólo el amor movilizará nuestra voluntad hacia el conocimiento. Tiene que haber voluntad tras el entendimiento, en armónica interacción,  para que se produzca el milagro de la filosofía. Esta ligazón entre razón y “corazón” nos obliga a incorporar fines y valores propios del ámbito volitivo.
     Una segunda cualidad: el amor nos brinda una cierta confianza en nuestras percepciones e intuiciones. Una confianza que no es pacífica, sino que, por el contrario, muestra una constante inquietud. Es el hombre que camina a oscuras guiado por un amigo que va más adelante también a oscuras. Confía en su amigo y confía en sus propios pasos pero eso no le lleva a abandonarse en sus pequeñas órdenes y mantiene la inquietud por buscar la luz y confirmar el camino.
     Lo mismo pasa con dos enamorados al principio. Confían pero quieren confirmar su amor. Es como la leyenda griega de Psique y Eros. Psique, la mujer más bella, arrojada al vacío por envidia, es rescatada por Eros, que comparte con ella todo lo que es y lo que tiene, con la condición de que la relación se mantenga a oscuras. La promesa es que él, es el hombre más hermoso del mundo. Psique, que no es otra que el alma, no resiste la tentación de saber si realmente es así. Eros, que es el amor, le hace pagar caro su reacción.
     La última cualidad tiene que ver con el objetivo final de la voluntad, que es la acción. En este marco cabe interpretar la idea clásica de que toda filosofía debe culminar en una política. Si no somos meros sofistas (ejercitadores del conocimiento), sino verdaderos amantes de la sabiduría, el ejercicio de voluntad será para un conocimiento teórico pero sobre todo para la práctica. Esto simplemente porque la voluntad ama lo concreto y no lo abstracto. Todo conocimiento intelectual es abstracto (si no, tendría que integrar -digerir- la cosa misma, pero no es posible). Si embargo al haber invocado a la voluntad lo universal tiende a la concreción.

6. Conocer al hombre

     Los problemas no han terminado para nosotros. Porque si nuestro conocer será sobre la política, será un saber acerca del hombre. Y con el hombre ingresa un dato fundamental: la libertad humana.
     Ya lo decía Rousseau cuando comienza el prefacio de su filosofía política:
“El conocimiento humano más útil y el menos avanzado de todos me parece ser el del hombre y me atrevo a decir que sólo la inscripción del templo de Delfos (Conócete a Ti mismo) contenía un precepto más importante que todos los libros de los moralistas. Por lo tanto, considero el tema de este discurso como uno de los problemas más interesantes que pueda proponer la filosofía y, desgraciadamente para nosotros, como uno de los más espinosos que puedan resolver los filósofos. Porque ¿cómo conocer la fuente de la desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocerlos a ellos mismos?”
Tenemos por delante un desafío: el hombre debe conocer al hombre o, lo que es peor, debemos conocernos a nosotros mismos. Por tanto somos sujetos y objetos de estudio, al mismo tiempo. Y como el motor de ese conocer y conocernos es el amor, parece necesario amar al hombre y amarnos a nosotros mismos para que nuestro saber cumpla las expectativas.
Con esta argumentación quiero hacer ver que, cuando hablamos de la política, hablamos de los hombres, de sus glorias y sus miserias. Pero lo más importante: cuando hablamos de los hombres estamos hablando de nosotros mismos. Y nuestras conclusiones no pueden ser tales que a nosotros mismos no sean aplicables.
Imagino a un hombre moderno que vive en una gran ciudad. Durante todo el día (en realidad durante todos los días de su vida) se ha manejado frente a los demás, frente al Estado y frente al Sistema ocupando los “tipos” clásicos de hombre moderno. Así a lo largo de la jornada ha sido un típico consumidor (según lo definen las encuestas), un típico televidente, un típico profesional, un típico contribuyente, un típico ciudadano, un típico exponente de su clase social, con un nivel de gastos típico de su status económico. Con sus hijos y su esposa siguió las reglas aconsejadas para un padre típico y un esposo modelo… ¡Hasta fue un típico religioso! Volviendo para su casa algo pasa, el hombre descubre que ha perdido su nombre en algún lugar (o se lo han robado), ha perdido su identidad.
Desesperado acude a las oficinas que administran cada uno de los tipos que él ha desempeñado. Los oficinistas lo tranquilizan y le dicen: le devolveremos su identidad a través de las diversas tipologías que usted ha cumplido. Pero el hombre no está conforme. Porque él es mucho más que los papeles que ha desempeñado. ¿Quién soy?, se pregunta, ¿qué hace que yo sea sólo yo y no otro?
Lo absurdo de esta historia nos enfrenta al problema de lo uno y lo diverso. Y con él, un rechazo a las generalizaciones facilistas que meten a todo el mundo en la misma bolsa. No podemos subestimar que en política no existe el hombre sino más bien, muchos hombres. Como señala Fina Birulés, "La filosofía no puede caer en el error de no tener en cuenta la pluralidad y su importancia en la configuración de lo político. Gracias a Dios, somos todos muy parecidos pero también somos todos diferentes”.
Sigamos este pasaje del sociólogo Georg Simmel que analiza en detalle el significado sociológico de la coincidencia y la diferencia entre los individuos:

"El hecho de que lo nuevo, raro o individual (parece claro que sólo se trata de tres lados diferentes de un mismo fenómeno fundamental) se valora como lo más selecto, tal como lo muestra la historia cultural y social en incontables repeticiones, aquí sólo ha de iluminar su contrapartida: que las propiedades y modos de comportamiento con los que el individuo forma la masa por compartidos con otros, aparecen como inferior en su valor. Aquí encontramos lo que se podría llamar la tragedia sociológica. Cuanto más finas, altamente desarrolladas y cultivadas sean las cualidades que posee el individuo, tanto más improbable se vuelve la coincidencia y por tanto la uniformidad precisamente de aquellas con las cualidades de otros y tanto más se extienden hacia la dimensión de lo incomparable, mientras que se reducirán a estratos tanto más bajos y sensitivamente primitivos aquellos aspectos en los que puede asemejarse con seguridad a otros y formar con ellos una masa de carácter uniforme. Así fue posible que se hablara del "pueblo" y de la "masa" con desprecio sin que los individuos tuvieran que sentirse afectados, ya que, en efecto no designaba a ningún individuo.

Por eso dejemos sentado, desde ya, que la condición indispensable de la política es la irreductible pluralidad que queda expresada en el hecho de que somos alguien y no algo.
Si nuestros análisis políticos comienzan con la fórmula “es que la gente es” de tal forma o de tal otra... como si nosotros no fuéramos “la gente” sino espectadores de rango superior a los protagonistas, no vamos por buen camino.

7.  Conocer el todo

     Una de las anécdotas socráticas que ha conservado la antigüedad se refiere a una conversación del pensador ateniense con un sabio hindú. Este quiso informarse acerca del objeto del saber socrático. Al responder Sócrates que se interesaba por el hombre, el hindú se echó a reír y dijo: “¿Cómo vas a saber algo acerca del hombre sin tener conocimiento de Dios?”
     Para conocer algo del hombre -de nosotros mismos- necesitamos salir de nosotros y apoyarnos en otro ser. Pascal, en este sentido, era más radical: “Que será de ti, ¡oh hombre! que buscas cuál es tu condición verdadera valiéndote de la razón natural... Conoce, hombre soberbio, qué paradoja eres para ti mismo. Humíllate, razón impotente; calla, naturaleza imbécil; aprende que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre y escucha de tu maestro tu condición verdadera, que tú ignoras. Escucha a Dios”.
     Lo otro es un espejo en el que podemos vernos e incluso descubrirnos o reconocernos. Y, creamos o no creamos en Dios, asumamos que los espejos que nos dan sentido son tres realidades: la naturaleza sensible que nos rodea, la humanidad -nuestros semejantes- y el más allá, la trascendencia.
     Esas realidades se relacionan, y se relacionan porque el hombre está precisamente en el medio de todas ellas. Como se ha dicho alguna vez “no sólo estamos en el mundo sino que formamos parte de él”. El hombre es el que conecta el más allá con el más acá, pues uno y otro están caracterizados así, precisamente, porque el hombre está en medio y participa de uno y otro mundo.
     ¿Es posible conocer al hombre? Por supuesto que sí, pero -para lograrlo- es necesario ubicarlo en su medio, sin que ello signifique confundirlo con ese medio. Es decir: para conocer al hombre es necesario conocer el todo, el cosmos, porque sólo en el todo se comprende íntegramente el devenir humano.

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