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7.  ¿CÓMO? LA INTERACCIÓN COMUNITARIA








     Cuando uno se pregunta sobre el “cómo” ingresa al terreno de la política por la puerta grande. Primero, porque la política es el arte de lo posible en el sentido que hemos sostenido, y la posibilidad siempre tiene como condición el “cómo”. Segundo, porque hay una propuesta de acción novedosa frente a un problema. Si se pregunta cómo, es porque todavía no se ha hecho nunca, y la novedad debe ser cotejada con las posibilidades reales. Es la política en el terreno que sólo a ella pertenece.

     Me gustaría sin embargo, que asumamos en su real dimensión el desafío al que nos enfrentamos. Los criterios definidos para la construcción de lo político no nos permite conformarnos con ideales de justicia, sino que nos exige, por el carácter ético invocado, llegar al bien de fondo que inspira ese ideal de justicia, que es el bien común.

     Como señala Tom Campbell en su trabajo La Justicia: los principales debates contemporáneos:

"La prioridad de la justicia se ha convertido en una premisa filosófica tan extendida que muchos teóricos tienen la impresión de que se trata de una verdad analítica, pero esto es claramente erróneo. Si la "justicia" se define como el patrón general que determina qué es correcto socialmente, entonces lógicamente ningún otro valor puede ser anterior a la justicia dado que todos los valores relevantes quedarían subsumidos bajo su espectro de influencia. Pero si la justicia es algo menos que la suma o el equilibrio adecuado de todos los valores sociales, su prioridad no puede presuponerse sin más, ni siquiera en cuestiones distributivas. Los juicios acercad de la prioridad de un valor son opiniones morales sustantivas y la prioridad de la justicia como un valor particular, una vez que lo hemos visto a la luz del día puede ser objeto de grandes dudas".

     En efecto como ya dijimos, y señala el mismo autor: "Toda teoría de la justicia debe desarrollar o utilizar una teoría metaética que indique si podemos saber y cómo, qué es justo".

1. La libertad como fundamento


     En la búsqueda de la perfección humana en lo que a la comunidad le atañe ese imperativo individual (nada puede hacerse si la persona no quiere conocerse a sí misma), es necesario inspirarnos en una antropología integral. 

     Tan importante es en el hombre su dimensión corporal como su alma. Su perfección está dirigida a la búsqueda de la felicidad que incluye tanto la verdad, como la belleza y el bien. Tras esa búsqueda, están enfocadas todas nuestras potencialidades, que se encuentran por decirlo de algún modo, en estado latente en la humanidad que nos constituye y nos identifica, esperando decisión y acción.

     La política tiene como tarea generar un medio social en el que pueda proyectarse esa libertad. Debe asegurarnos a los hombres -conscientemente digo hombres (incluyo por supuesto a la mujer) y no sólo personas o ciudadanos- un entorno favorable que nos permita ser tranquilamente “yo y mis circunstancias” en el marco de un fraterno “nosotros y nuestras circunstancias”.

     “Llega a ser el que eres” nos decía Píndaro, “y para ello, deja que te ayude la comunidad” sería el agregado.

     Inmediatamente puede surgir una inquietud, siempre justificada frente a planteos de este tipo. El alerta por los riesgos que corren la tolerancia y la libertad tiene razón de ser. Si desde el Estado van a procurar mi bien, eso es una mala señal de que algún mesiánico autoritario, creyéndose dueño de la verdad, vendrá a decirnos qué hacer y qué no. Muy lejos de mi intención es la de justificar un totalitario en el poder, incluso aunque profesara las mismas ideas que yo. Repitiendo las ideas de Benjamín Constant

“Los depositarios de la autoridad (...) os dirán: cuál es en el fondo el fin de vuestros esfuerzos, el motivo de vuestros trabajos, el objeto de todas vuestras esperanzas? ¿No es la felicidad? Y bien, esa felicidad, dejad que la hagamos y os la daremos. No señores, no dejemos hacerla: por conmovedor que sea un interés tan tierno, roguemos a la autoridad que permanezca en sus límites, que se limite a ser justa. Nosotros nos encargaremos de ser felices”.

     Tocqueville tiene razón cuando afirma que: “La libertad es, verdaderamente, una cosa santa. Sólo existe otra que merezca este nombre: es la virtud. ¿Pero qué es la virtud sino la libre elección del bien?” Es esta una magnífica síntesis que expresa la relación íntima entre la libertad y el bien. Hay que reconocer, en este sentido, la épica lucha de todos los pensadores liberales en favor del respeto a la libertad humana.
    
     No podemos, por tanto, más que rechazar la tentación de echar mano a la libertad, para tratar de asegurar nuestros ideales políticos. No debemos olvidar las experiencias dramáticas del siglo XX contra las libertades fundamentales, aunque nos conmuevan los abusos y la explotación del hombre por el hombre, que han caracterizado a algunos períodos de libertinaje absurdo.

     John Stuart Mill, defensor indiscutible de la libertad humana, afirma:

“Los seres humanos de deben mutua ayuda para distinguir lo mejor de lo peor, incitándose entre si para preferir el primero y evitar el último. Deberían estimularse perpetuamente en un creciente ejercicio de sus facultades más elevadas, en una dirección creciente de sus sentimientos y propósitos hacia lo discreto y no hacia lo estúpido, elevando, en vez de degradar, los objetos y las contemplaciones. Pero, ni uno ni varios individuos, están autorizados para decir a otra criatura humana de edad madura que no haga de su vida lo que más convenga en vista de su propio beneficio”.

     La solución es compleja, y debemos asumir esa complejidad como un desafío. Como sentencia Hannah Arendt, “La razón de ser de la política es la libertad” y así debe ser.

     ¿Qué sentido y qué alcance tiene esta opción preferencial por la libertad? La idea es que, mal que les pese a muchas posturas ideológicas, filosóficas y religiosas, nos convenzamos de que el único modo de alcanzar el bien común es a través del respeto a la libertad.

     Esta convicción debe fundarse en razones de fondo, aunque también en un sano realismo. Cada vez más será como de hecho ya lo es, un argumento indefendible el sostener que las leyes deben prohibir ciertas conductas que indudablemente han sido “ganadas” para lo privado en el transcurso de estos siglos. Cada vez resultará más antipático que un grupo o facción pretenda imponer a través de las estructuras estatales sus “ideas perfeccionistas” subestimando la capacidad de los hombres. Aunque les pese, aunque se mueran de ansiedad sus almas bondadosas y caritativas que anhelan compartir La Verdad con sus semejantes, todas esas posturas deben aceptar las pautas y los condicionamientos de una sociedad democrática y liberal.

     Uno no puede dejar de sorprenderse por ejemplo, cuando escucha gente que solicita se prohiba la transmisión de una cierta emisión televisiva o que se cierren los lugares bailables a determinadas horas o en un nivel más estructural, que se prohiba el divorcio o que se enseñe una determinada religión obligatoria en los colegios públicos.

     Pero las perplejidades no vienen sólo desde los sectores conservadores. Cuando un progresista pretende obligar a todos los colegios públicos a ser mixtos, está cometiendo el mismo atropello. Los ejemplos son básicos pero ilustrativos.
    
     En el nivel estructural o político, y en el marco de la dinámica social, todas las instituciones sociales y las personas deben prepararse para una nueva etapa. Una etapa en la que las ideas y los valores, las actitudes y las acciones surgirán del libre albedrío de los implicados. Es un desafío que, a esta altura del desarrollo cultural, los hombres podemos asumir.

     Si es así, todos los que mantenemos concepciones sustantivas del bien deberemos respetar las reglas del juego. Las diversas religiones por ejemplo, deberán “combatir” la batalla cultural contra el relativismo y el individualismo y contra todo aquello que les resulta inconcebible en un marco de respeto a la libertad individual. Deberán adecuar el mensaje y los mecanismos de comunicación y de acción para competir con el mensaje de los medios masivos de comunicación por ejemplo o con los grupos antagónicos. Otro tanto tendrán que hacer los ecologistas, los feministas y en general todos los que promuevan un determinado bien para los hombres. La opción totalitaria debe ser desterrada como estrategia.

     No es un ideal utópico a alcanzar, sino por el contrario la exigencia básica que incorporan las nuevas realidades. Para decirlo en términos fuertes: el bien y el mal -para los que tengan una visión estructurada de este modo- deberán ofrecer sus alternativas y decir lo que tengan para decir en igualdad de oportunidades, ante el juicio formado o no, atento o desinteresado, “civilizado” o “bárbaro” del total de los hombres.

     Los grandes cambios morales que exigen las sociedades occidentales deben venir, entonces, de la mano de la libertad; del diálogo o del debate de razones y fundamentos discernidos por los protagonistas.

     Sin embargo, ya denunciamos que una política exclusivamente dedicada a asegurar la libertad con un marco de seguridad jurídica, que deja lo demás al libre juego de las fuerzas sociales de la sociedad civil -el utópico proyecto de la mano invisible- produce las más graves injusticias y contradicciones. Por sobre todo deja huérfano a ese diálogo necesario de canales propicios e institucionalizados. ¿Cómo conciliar ambas inquietudes?

2. Un ámbito de posibilidad


     Parece indispensable concebir un ámbito político intermedio. Un espacio que se perfile entre la pura obligación legal de una carga pública (pagar impuestos por ejemplo), regido por aquel criterio de justicia normativa, y la absoluta libertad de nuestra esfera íntima. Debe existir -es necesario- un conjunto de posibilidades políticas que sea más fuerte que el simple plano moral, sin llegar a ser coactivo. O lo que es igual, un plano del poder ser que, aun sin resultar vinculante a la luz de los rígidos esquemas políticos actuales, permita la liberación de energías concordantes.

     Aunque es bueno que el Estado respete la libertad, en su carácter negativo (según la clásica distinción que expone Isaiah Berlin), debe permitirse a la persona la posibilidad real e institucionalizada de utilizarla con carácter positivo, comprometiendo por motu propio los alcances de una libertad que, en un molde tan individualista, termina siendo vacua.

     El ámbito de la posibilidad viene a ocupar el espacio y sirve de unión entre la justicia y la moralidad o el bien, aunque muchos autores descrean de la construcción de tal dimensión. Sus críticas señalan que finalmente aquello que se presenta como proyecto posible, echará mano de la coacción que acompaña a la justicia normativa o, por el contrario, quedará subordinada a la voluntad siempre cambiante de los agentes. En el último caso nadie sentirá lo acordado como una exigencia obligatoria. “Somos todos hijos del rigor” y lo que no se obliga, se pierde en la permisión.

     Ese prejuicio responde sin embargo, a la pobre concepción antropológica moderna, que es sobre todo irreal. El hombre o más bien la mayoría de los hombres, son capaces de superar su egoísmo si se lo permiten. “Si me lo piden, todo, si me lo exigen, nada” es una nueva versión que supera aquella sentencia con que nos castigó la modernidad. La clave es trabajar desde la libertad, pero no como límite sino como punto de partida.

     Amitai Etzioni, en la misma línea, afirma:

  "La nueva regla de oro, requiere que la tensión entre las preferencias personales y los compromisos sociales se reduzca gracias al aumento del dominio de los deberes que el sujeto afirma como responsabilidades morales, no el dominio de los deberes impuestos, sino el de las responsabilidades a las que el sujeto cree que ha de responder que considera justo asumir".
     El autor señala esta tensión entre orden y libertad con un párrafo esclarecedor:

Todos los sistemas de pensamiento y de creencia se yerguen sobre la base de un concepto primario. Para los individualistas, la piedra angular de una buena sociedad es la persona libre, para los socialconservadores, es un conjunto penetrante de virtudes sociales encarnado en la sociedad o el Estado. Para los comunitarios, basta una primera aproximación para sostener que una buena sociedad requiere un equilibrio entre autonomía y orden. Y el orden tiene que ser de tipo especial: voluntario y limitado a valores nucleares antes que impuesto y penetrante. Y la autonomía, lejos de carecer de límites, tiene que estar contextuada dentro de un tejido social de vínculos y valores".

     Algún lector puede pensar que el plano del que estamos hablando es nada más ni nada menos que lo social; el ámbito en donde la gente realiza acciones cooperantes sin necesidad de la amenaza del Estado, guiados por la libertad de asociación y la libertad de pensamiento. Hablamos en definitiva de la “sociedad civil”.

     En principio -para ir perfilando los caracteres de este espacio político- debo decir que el ámbito de posibilidad no se identifica con lo social aunque las fuerzas sociales participen del mismo. 

     Reflexionemos por un momento: la sociedad en sus infinitas manifestaciones no puede suplir la función de lo político como cabeza de todo el cuerpo social. Es decir: por muchas organizaciones intermedias que existan, por muy fuerte que sea el “tejido social”, no podrán realizar el bien común sin el marco de lo público; sin la unidad de la acción que permiten los criterios políticos y las acciones políticas.

     Los fundamentos no hay que repetirlos porque se condensan en cada una de las reflexiones desarrolladas hasta ahora. Como señala Alfredo Cruz:

"Si la polis no constituye un ethos que define y en el que se realiza una forma de vida superior, no es posible escapar de la fragmentación ética y social, de valores y grupos en competencia. Por esta razón, ver la sociedad civil como el fruto de los nuevos y espontáneos movimientos asociativos es sólo un espejismo. Si no es dentro de una comunidad política, esos movimientos, lejos de crear una solidaridad general, sólo pueden dar lugar a una fragmentación de ésta, a una rivalidad entre diferentes valores de grupo."

     En la construcción de esta esfera, el Estado debe por tanto estar presente como condición esencial.

     ¿Llegará lo político con toda su autoridad y el peso de la ley a “pisotear” las inquietudes ciudadanas que vienen desde lo social con el sello de la libertad? No. Es aquí donde el ámbito de posibilidad muestra su novedad. El Estado debe construir un espacio político que permita la interacción de todas las fuerzas sociales, comunitarias e individuales. Y en cada uno de esos planos permitir, a su vez, la interacción de las diversas alternativas culturales.

     Algunos autores designan a este ámbito político -que denominamos “ámbito de posibilidad”- como la esfera de “lo público no estatal”. El concepto es verdaderamente interesante y posee muchas cualidades.

     Como señala Bresser Pereira en el compendio Lo Público no Estatal, es un sector formado por organizaciones públicas, así caracterizadas por el hecho de que el motor de sus acciones es el interés público, y no estatales porque no forman parte del aparato del Estado. El mismo autor suguiere:

“Referirse a lo público no estatal podría ser un contrasentido para aquellos que circunscriben lo público estrictamente al Estado. También puede serlo para quienes asumen que lo que no es estatal es necesariamente privado y sujeto como tal al ámbito de la soberanía personal y de las regulaciones del mercado. Unos y otros, en el extremo han representado las posiciones polares que han signado las discusiones de los últimos tercios del siglo XX, al asignarle al Estado o al mercado los papeles de organizadores exclusivos de la vida social”.

     Estos autores depositan sus esperanzas de cubrir ciertas necesidades sociales como la producción de servicios sociales o el control de tales servicios, a través de estas organizaciones frente a la crisis del Estado burocrático y la incapacidad del mercado de cubrir por sí las expectativas sociales insatisfechas.

     He de decir sin embargo, que nuestro “ámbito de posibilidad” es más amplio que la “esfera pública no estatal” ya que propugna no sólo una interacción entre el Estado y las organizaciones intermedias o no gubernamentales sino también el protagonismo de todos los actores: sociales, políticos o económicos (o aquellos que provienen del mercado) y comunitarios.

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