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8. El gobierno de los mejores


     En principio todos los hombres tienen la capacidad para ser ciudadanos, aunque seguramente unos la tendrán más desarrollada que otros. Dicha capacidad deviene del lenguaje y de una mínima racionalidad. Sin embargo, no todos tienen los atributos necesarios para la dirigencia. Tal desigualdad -no discutiremos si es natural o adquirida- puede ser utilizada por los agraciados con un espíritu de servicio o, por el contrario, para su propio provecho. En el primer caso la desigualdad es equilbrada por el fin bueno, en el segundo es acentuada por el fin egoísta. Por ello, es necesario que gobiernen los mejores y, en este marco, los mejores, son aquellos que estén dispuestos a utilizar sus atributos de lider en favor del bien común.

     La forma más bella de expresar esta realidad y vincularla a un ideal lo da, en este caso, el mismo Evangelio: “El que quiera ser el primero, que sea el último, el que quiera ser el mayor entre vosotros hágase el menor y el que manda como el que sirve”.

     La relación de autoridad, cuando el mejor es elegido gobernante, debe ser equiparable a una relación de amistad. Son personas distintas y sin embargo tienen algo en común. Hay una cierta igualdad presupuesta y sin embargo existirán desigualdades toleradas por la utilidad y por el amor inter-pares. Cada uno se explica en tanto exista el otro y ninguno puede subordinar a su compañero. Por último, y esto es muy importante, ambos son amigos pero a la vez son más amigos de la verdad (“Amicus Plato, sed magis amica veritas”). En el caso del gobernante deberá sentir la responsabilidad de ser un depositario de la confianza de sus gobernados, pero no debe jurar tanto fidelidad a esa confianza cuanto a lo que es verdadero, lo que es bueno, que en definitiva no es otra cosa que el bien común.

     ¿Cómo equilibrar, sin embargo, esa desigualdad entre el gobernante y el que obedece? Aristóteles, en su Etica a Nicómaco, tiene un párrafo excelente para describir el equilibrio necesario en esta relación:

“En la amistad basada en la superioridad se reclama la proporcionalidad, pero no de la misma manera, sino que el superior invierte la proporcionalidad: su relación con el inferior es como la que existe entre los servicios prestados por el inferior y los suyos propios, siendo su situación como la del gobernante respecto del súbdito; y si esto no es así, reclama al menos la igualdad numérica. Así, precisamente, sucede también en otras comunidades en las que los amigos participan según una igualdad numérica o proporcional: si las partes contribuyen con una suma de dinero numéricamente igual, se reparten los beneficios según una igualdad numérica, pero si la suma de dinero es desigual, se los reparten proporcionalmente. El inferior, por el contrario, invierte la proporcionalidad y cruza las relaciones. Pero, de esta manera, podría parecer que el superior sale perjudicado, y que la amistad y la comunidad son un servicio. Es preciso, pues, restablecer la igualdad por otros medios y asegurar la proporcionalidad; esto se consigue con el honor que pertenece por naturaleza al gobernante y a la divinidad en relación con el súbdito. Así hay que igualar el provecho con el honor”.

     La encrucijada es de máxima tensión. Si somos capaces de ubicar a los mejores en los puestos dirigenciales lograremos el éxito de tener una cabeza dirigente que nos encamine hacia el bien común y no sólo a un planteo de estricta justicia al modo de los liberales. Sin embargo, corremos el riesgo de que perviertan su misión, se excedan y finalmente atenten contra nuestra libertad.

     La tensión se potencia cuando se percibe que aquí estamos alentando a los dirigentes a ir más allá del eje libertad-obligación para involucrarse en la formulación de ámbitos de posibilidad, donde sus cualidades políticas pueden jugar libremente en una especie de "juego de seducción" para lograr la unidad de la acción sin amenazas, sino por convencimiento.

     ¿Por qué un dirigente, en especial un dirigente político, va a asumir tantos desafíos: depositar tiempo y esfuerzo -aun sacrificando la tranquilidad de su familia y una carrera profesional, así como una carrera concentrada en lo económico- y para colmo con la carga de defender el bien común y convertirse en un servidor respetuoso de su gobernados? Aristóteles nos ha dado la clave: el honor que pertenece por naturaleza al gobernante. La gloria que les guarda la historia a los gobernantes que hacen las cosas bien.

     Sin embargo, sólo los mejores dirigentes, consustanciados con un "fuego sagrado" extraordinario, podrán estar a la altura de estas circunstancias. A la pregunta "¿Podrán los políticos?", que es el título de este capítulo, la respuesta es "sólo algunos: los mejores".

9. ¿Quiénes son los mejores?


     En la actualidad la dirección de la cosa pública parece haberse convertido en una cuestión en exceso compleja. Los mejores políticos en muchas circunstancias se identifican con los mejores técnicos en cada una de las áreas. Sin embargo una tecnocracia no puede alcanzar la visión y el juicio político del conjunto, precisamente por la especificidad de su saber.

     Además -y esto es lo que más molesta a la opinión general- el técnico generalmente no tiene la sensibilidad y la apertura suficiente como para percibir, por decirlo así, las sutiles pautas de psicología social o de sociología que desarrolla la ciudadanía ante un problema político. Como se dice comúnmente al técnico le falta “calle” y esa experiencia es fundamental para tomar decisiones políticas prudentes.  

     Max Weber desarrolló una estructura política en la cual los científicos deciden sobre los medios y los políticos en función de una reflexión ética, establecen los fines. Sin embargo el modelo tiene un yerro insalvable. La crítica es simple pero irrefutable. Los medios no son como ya pusimos de manifiesto, separables de los fines. Por tanto, si el cuerpo político decide priorizar la educación, por ejemplo, pero a la hora de instrumentar esta decisión el cuerpo burocrático desarrolla un proyecto conforme criterios de eficacia y de recaudación impositiva, entonces el fin ha sido desvirtuado.

     ¿Debemos concluir entonces que todo lo deben decidir y hacer los políticos creyéndose “los mejores”? A más de uno se le pondrá la piel de gallina. Efectivamente parece difícil en el marco complejo de la política contemporánea que un dirigente pueda, por sí sólo, establecer la decisión prudente y priorizar ciertos fines, sin olvidarse de otros igual de importantes. Lo mismo respecto de los medios.

     Parece indispensable, por tanto, intentar una fórmula política en la que diferentes personas puedan aportar lo que son y lo que saben, sea conocimientos, experiencia, liderazgo o capacidad de gestión. ¿Es importante un filósofo para lo político? Si lo es ¿y un dirigente de base que conoce palmo a palmo las necesidades de su grupo o de su región? Por supuesto que es importante, cómo negarlo. ¿Y un administrador de empresas, tanto como un abogado, un padre de familia como un director de colegio? En verdad diferentes personas pueden aportar a la política algo valioso ya para lograr equidad, eficacia, racionalidad o sentido común. Por eso la fórmula de interacción comunitaria que propone este trabajo en varios momentos del proceso político: no sólo en el de la decisión,  sino también en el de la ejecución.

     Llegamos así a una fórmula superior: que el gobernante sea el mejor no quiere decir que sea autosuficiente. Nuestra fórmula, si bien no dice, por ahora, con exactitud quién es el mejor para gobernar, posee dos cualidades indiscutibles: extiende las posibilidades de encontrarlo al abrir el edificio público a la interacción de dirigentes que en la actualidad no pueden participar de su quehacer. Además facilita tomar decisiones prudentes -como las que debe tomar el mejor- sin que debamos esperar indefinidamente que tal personaje iluminado aparezca.

     Es por esto, que cuando se discute cuál es la mejor reforma electoral posible, sostengo la necesidad de avanzar hacia un sistema uni o binominal por circunscripción, permitiendo que en cada circunscripción, la gente de la zona pueda armar un partido zonal. Son pequeñas ayudas que puede dar el sistema para estimular el ingreso de dirigentes con autoridad a la escena pública, que sin embargo, no están dispuestos al trajín interno de los grandes partidos políticos tradicionales. Otro tanto con la exigencia de concurso público para todos los cargos de la administración pública, incluso los de máximo rango como secretarios o ministros. Esto también ayudaría a que ciertas personas legitimadas se atrevieran a ingresar en el Estado y hacer su aporte sin necesidad de subordinarse a ningún caudillo político para lograr el nombramiento.

     Según estas reflexiones, para recapitular, a la luz de la pregunta sobre quién debe gobernar surgen algunas ideas claras, aunque -soy consciente de ello- no agotan ni resuelven totalmente el problema.

a-      En primer lugar se puede decir que todos deben gobernar, porque todos tienen una cuota de responsabilidad en la conducción de lo político. Sin embargo no todos lo deben hacer de igual forma, sino cada cual según su capacidad, según su vocación y según su posibilidad.

b-      Deben ser depositarios de la autoridad quienes tengan las condiciones para ser autoridad. No me refiero únicamente al conocimiento técnico y ni siquiera a un carácter forjado en la prudencia, aunque -como hemos visto- son requisitos esenciales. Condición para ejercer la autoridad supone también éxito y este factor sólo puede medirse en base al seguimiento y la lealtad de sus seguidores. No sólo en cantidad sino también en el grado de respetabilidad o, si se quiere, de legitimidad de ese personaje. Aunque las cualidades subjetivas y la respuesta del medio en el que dicho personaje se desenvuelve son dos condiciones independientes deben encontrarse -las dos- en la misma persona.

c-      Sin embargo, ante la complejidad de la política contemporánea, el gobernante debe ser aquel que sepa escuchar y merituar los consejos de otros dirigentes. Por otra parte deberá ser capaz de institucionalizar, para que sus decisiones perduren más allá de su gobierno y los legados de su autoridad puedan independizarse de su persona.

     Es curioso que, si siguiéramos desgranando las consecuencias lógicas de nuestras conclusiones, tal vez lograríamos confirmar varias de las limitaciones que establece el ideario republicano y liberal. Sin embargo, la diferencia es que aquí todo está planteado como un desafío, como un problema, y no como una solución dada de antemano.

     El éxito del gobernante, por tanto, sólo puede medirse al final de su ejercicio, incluso más, a la luz de la distancia histórica, tal vez cuando el dirigente ya haya muerto. En verdad la tarea del político, respecto a su eficacia en lograr el bien común, no acepta ningún juicio más que el Dios para aquellos que crean en su existencia. Por supuesto que el juicio favorable del común de la ciudadanía puede ser un indicio claro que su deber ha sido cumplido pero, como digo, no es un juicio determinante. En este sentido, la relación se asemeja a la de un padre y un hijo. ¿Cuándo puede el hijo evaluar si el suyo fue un buen padre? Recién al final de su propia vida cuando él mismo tiene experiencia y perspectiva.

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