13 Entrega

7. El criterio de naturaleza

     Han quedado debidamente "denunciados" los artificios fantasiosos elaborados por la modernidad para dar fundamento a nuestra legitima expectativa de resguardar nuestra libertad y contener el poder de los "salvajes" que describiéramos en el capítulo uno.

     Pero todavía no hemos respondido la cuestión central: ¿si no son estas elucubraciones como el contrato social o la soberanía del pueblo, entonces cuáles son los parámetros para definir lo público?

     Voy a proponer como respuesta tres criterios políticos fundamentales que interactúan en un marco ético. El sustento de la propuesta es la idea reflejada en el título de este capítulo: lo público no puede ser deducido sino que debe ser construido. Las leyes en definitiva, lo van "formateando", pero no lo constituyen.

     No entraré aquí a dilucidar si estos criterios responden a una visión histórica de conformación de lo político o más bien es una representación filosófica del momento en el cual ya el político, ya el analista, debe enfrentarse al desafío de definir lo público. La fórmula política se va re-elaborando cada día. Y en esa actualización sólo podemos ofrecer criterios para la definición.

     Un primer criterio para definir los parámetros del accionar del Estado, para dimensionar lo público, surge de la misma naturaleza humana. El valor, la dignidad y el carácter absoluto del hombre se encuentran así, en la fundación de lo político.

     El criterio de naturaleza exige atender a los caracteres naturales que constituyen al hombre para establecer así, fines y contenidos para la política que sean del todo adecuados a lo que el hombre es ya desde su propia naturaleza.

     Cuando hablamos de “naturaleza” no debemos ser superficiales ni tampoco abstractos. No podemos quedarnos sólo con las características que el hombre comparte con los otros seres vivos (aspectos vegetativos y sensitivos) ni tampoco plantear analogías con respecto a ellos. No nos sirve de nada observar cómo es la organización colectiva de las hormigas para establecer una organización armónica de lo político, o comparar a los hombres con los lobos.

     Pero tampoco podemos exponer un hombre sublimado, sin atender a aquellos perfiles humanos que nos remontan a su raigambre natural (casi en estado puro). En todos los casos, debemos incluir aquellas características que son propias de los seres humanos y que nos destacan por sublimes o por perversos sobre los otros seres de la creación.

     El concepto de naturaleza humana al que me atengo aquí, por tanto, no es fijo en cuanto a un absoluto realismo “el hombre es lo que es” ni tampoco una visión idílica del deber ser. Más bien atiende a la realidad, pero integrando lo que en ella hay de posibilidad, es decir, contemplamos la naturaleza del hombre en cuanto “ser que puede llegar a ser” en un momento histórico determinado.

     De todas estas características naturales habrá que distinguir aquellas que tengan una trascendencia en la esfera social en modo próximo y no remoto, y sólo esas deberán ser incluidas conforme una valoración ética.

     Un ejemplo: la natural tendencia al afecto hacia otras personas sólo podrá ser incluida en lo político en cuanto esa tendencia se actualiza, y en su caso será positivo potenciarla y canalizarla. Por el contrario la inclinación egoísta o, si la hubiera, homicida en el ser humano, será prudente limitarla o castigarla.

     Actualización significa manifestación de la interioridad. Son las manifestaciones exteriores: verbales, acciones concretas o hasta omisiones, que trascienden por sus consecuencias a la dimensión común, las que exigen una definición de lo público.

     ¿Todas las actividades humanas pueden ser reguladas por el Estado? Sólo aquellas que afecten lo común. Ninguna regulación sería legítima en el ámbito de la intimidad. En este sentido el pensamiento griego distinguía muy bien entre la organización política y la vida centrada alrededor de la oikía (hogar). El advenimiento de la ciudad confería al hombre además de su vida privada, una especie de segunda vida, su bios politikós. Hay una clara distinción entre lo que es propio (idion) y lo que es común (koinon). 

     Pero el criterio sigue siendo complicado. Un elemento esencial de esa intimidad por ejemplo, es el cuerpo por el cual se manifiesta. ¿Podríamos obligar a la gente a que no use ropa? No pareciera una decisión política prudente. ¿Y lo sería regular el uso obligatorio de ropa en la vía pública? En principio sí, porque en este caso hay una incidencia en el espacio común de la manifestación de mi voluntad que puede no ser correcta.  Pero ¿y la libertad de desnudarnos en nuestra habitación frente a nuestra esposa? En ese caso estaríamos ante una manifestación ajena a lo político, aunque sea una manifestación con consecuencias reales para otras personas.

     El ejemplo ayuda a descubrir lo negativo de establecer una definición abstracta y general a priori del ámbito político para después intentar "bajarla" a la realidad. En el intento se nos pueden escapar demasiadas contingencias y matices. Pero, a la par, nos advierte sobre la complejidad de una determinación “concreta y prudente”, caso por caso. Sin embargo ¡es el único modo de alcanzar una concepción integral del fenómeno político que no cometa los errores que denunciamos en las ideologías y en las concepciones dogmáticas!

     Un primer criterio de naturaleza, por tanto, propone comenzar a configurar la fórmula de lo político, a construir lo político, mirando las necesidades y las manifestaciones básicas -casi me atrevería a decir vitales y de supervivencia- que no pueden ser dejadas al arbitrio y a la contingencia so pena de que la sociedad política desaparezca.

     En este primer estadio, tenemos al hombre de todos los tiempos despojado de sus antecedentes culturales y sociales, exigiendo al Estado cuestiones tan elementales como que no lo maten (su seguridad física), que no muera de hambre, que no avasallen sus libertades fundamentales, etc. Bajo el tamiz de este criterio quedan determinados los que luego pueden ser llamados "derechos naturales" o si se quiere "derechos humanos". Digo "luego" porque ningún derecho es previo a la configuración de lo político sino posterior. Ni siquiera los derechos humanos, que antes son simplemente aspiraciones humanas legítimas.

     Frente a este criterio, una vez actualizado, no existen posibilidades de graduación respecto al cumplimiento o la salvaguarda por parte del Estado. Es decir, si luego de fijado los parámetros de lo político a la luz de este criterio casuístico el Estado no es capaz de garantizarlos, simplemente no existe lo político como tal.

     Vale observar que la tendencia natural de este “animal social” se desarrolla en distintas dimensiones de diversa entidad, y esto tiene una gran incidencia a la hora de utilizar este criterio natural.

     En un primer estadio encontramos la dimensión familiar que es “la más natural de las tendencias naturales” del hombre.  Un segundo estadio se da en la comunidad próxima a la familia. Luego nos aparece la comunidad nacional, y por último está la humanidad toda. Por supuesto el análisis es descriptivo y no exhaustivo.

     El contenido de lo político se constituye sobre la base de los demás estadios y en ningún caso los anula, aunque sí los abarca y, en alguna medida, los subordina. En principio no debiera entrometerse en aquello que es propio, por naturaleza de, por ejemplo, la institución familiar; y esto por una razón sencilla: la familia es el ámbito común de los miembros de ese núcleo y no de toda la comunidad. Incluso podría llegar a decirse que el Estado y la sociedad civil tienen como materia próxima las familias y asociaciones intermedias comunitarias y no los individuos aislados como pretende la concepción individualista.

8. El criterio de eficacia


     Alguien podría recriminar que el criterio natural para definir lo político excluye la trascendencia que tiene lo cultural en la realización de la persona y el papel decisivo que juega en la conformación de lo social.

     Ciertamente, cometeríamos un error si no insertáramos en nuestra concepción política la actividad cultural del hombre y su desarrollo a lo largo del devenir histórico, así como los productos logrados con su acción transformadora sobre la naturaleza. Este es por tanto el segundo criterio para configurar lo político.

     Cultura, como señala Rubén Zorilla, hace referencia a todo lo acumulado y heredado por las generaciones presentes de las generaciones pasadas. Incluye valores, normas y conocimientos, así como sus correlatos psicológicos, y todos los objetos materiales a los que el grupo concede alguna significación, deseable e indeseable. La esencia de la cultura se funda en el conjunto de estas significaciones.

     Sin embargo, el criterio de eficacia, nos marca un límite en la incorporación de contenidos culturales a la conformación de lo político.

     Respecto de lo natural la política es una necesidad. No obstante, en la esfera de la cultura, la política asume la vocación de “lo posible” puesto que la cultura atesora de diversas maneras el “deber ser” del hombre y de la realidad. 

     En verdad sería imposible para el Estado cumplir con todas las expectativas provocadas por la experiencia cultural si tenemos en cuenta que, a lo largo de los siglos, se han logrado avances sorprendentes en todos los campos y niveles.

     La ciencia y la tecnología no son los únicos logros. En la noción de cultura se atesora toda la rica historia de la humanidad en su lucha por el progreso y la civilización: derechos y garantías adquiridos, conocimiento, desarrollo de la medicina, tecnología...

     En el ámbito de las facultades naturales, el Estado no puede dejar de establecer derechos y sobre todo deberes, garantizando su efectivo cumplimiento. Pero en lo cultural, debe elegir un parámetro o una escala relativa, para jerarquizar los propósitos que inspiran su acción. Dicha escala debe valorar no sólo prioridades sino también posibilidades.

     Por supuesto que un parámetro para ordenar las prioridades culturales es absolutamente transitorio en sus dictámenes y debe ser constantemente redefinido, atendiendo además a las características peculiares de cada comunidad en cada región.

     Un ejemplo: será esencial a lo político garantizar el derecho a la vida como una exigencia del criterio natural. A más de esta función básica, los adelantos “culturales” como tener una vivienda con las comodidades mínimas resultan hoy en día una necesidad prioritaria. Será por tanto, un valor político que deberá garantizarse anteponiéndolo tal vez al anhelo de tener computadoras en cada hogar por dar un caso, si es que el criterio de eficacia sugiere que no podremos cumplir con ambas exigencias culturales en un mismo tiempo.

     Las prioridades que serán delimitadas por este criterio práctico deben establecerse conforme la escala de valores que la comunidad defina para la acción política de su tiempo. Tal escala de valores y la decisión respecto de esos tópicos prioritarios exigen un debate en el seno mismo de la comunidad. Es un despropósito que el orden de los valores sea decidido por el burócrata de turno. El debate sin embargo, deberá cumplir con las condiciones que se exponen más adelante.

9. El principio de subsidiariedad

     La combinación de los dos criterios hasta ahora descritos puede conformar una fórmula política en extremo básica, sobre todo en países como los nuestros que viven crisis endémicas. Pero es importante que lo político asuma su carácter arquitectónico y sea capaz de formular las políticas de Estado aunque el criterio de eficacia no le permita ejecutarlo por sí, y con sus propios recursos.

     Aparece aquí, incólume, el principio de subsidiariedad que ha sido pocas veces respetado como se merece en la esfera estatal. El principio ordena que un Estado debe abstenerse de realizar lo que puedan hacer los particulares o la sociedad civil.

     Se excluyen los supuestos en los cuales los ciudadanos expresamente han conferido al Estado la exclusividad en esa materia. Sin embargo, salvo las funciones básicas esenciales de justicia, seguridad y tal vez salud y educación, los otros ámbitos públicos pueden regirse por este principio razonable.

     El emprendimiento de una persona, una institución o una empresa, en el marco del orden jurídico, puede ser un aporte invalorable al cumplimiento de los fines mediatos e inmediatos que el Estado no puede encarar en ese estadio de su desarrollo. Una empresa comercial, una ONG, una fundación cultural, un hospital privado o comunitario, un club, una universidad privada son la representación sensible de una sociedad civil que espera al Estado, para alcanzar el bien común. Como señala Manfred Spieker

“Cuando no se le puede quitar a la persona -para otorgárselo al Estado- lo que ella por propia iniciativa y con sus propias fuerzas puede realizar; cuando el Estado tampoco tiene derecho a apropiarse de tales tareas, que aunque son excesivas para los individuos pueden sin embargo, ser realizadas por la familia, los municipios, las corporaciones, las instituciones cooperativas o de derecho público; y cuando él, en caso de que esas comunidades más pequeñas y subordinadas no alcancen tampoco a hacerlo, se haya de ocupar en primer lugar de fortalecerlas para que puedan todavía eventualmente realizarlas; entonces ello fomenta y protege la libertad y la dignidad de los ciudadanos. La orientación al principio de subsidiariedad tiene un efecto doble: favorece la iniciativa individual de las personas y protege a la política de que esté sobre exigida”

     Tocqueville ha sido el pensador que mejor ha establecido el valor intrínseco de las instituciones libres no gubernamentales. “La moral y la inteligencia de un pueblo democrático no correrían menores riesgos que su negocio y su industria si el gobierno reemplazara enteramente a las asociaciones. Los sentimientos y las ideas no se renuevan, el corazón no se engrandece, ni el espíritu humano se desarrolla, sino por la acción recíproca de unos hombres sobre otros”.

     El principio de subsidiariedad exige del Estado no sólo respeto, sino  también una actitud activa, en el sentido de ayudar a los ciudadanos para que ellos puedan ayudarse y desarrollarse por sí mismos. Esto porque no es la participación ciudadana y la iniciativa privada un “residuo social resultante de la sustracción del Estado” sino, por el contrario, una actividad que -con palabras de Tocqueville- engrandece el corazón y desarrolla el espíritu humano.

     Como contracara, la sociedad civil, el sector privado y los ciudadanos en forma individual necesitan el marco político definido que brinda la combinación de los criterios antes descritos, para saber si es lo mismo dedicar sus esfuerzos a cocinar cocaína o a desarrollar una planta alimenticia, aun cuando el Estado no esté en condiciones de controlar ni una ni otra actividad.

10. El criterio de racionalidad

     A esta altura es necesario introducir un inciso importante. No puedo dejar de subrayar las quejas -en muchos casos fundadas- de algunos sectores de la sociedad. Denuncian que, tras el abuso en la utilización del criterio de eficacia expuesto, los intereses sectoriales más poderosos se benefician del Estado y priorizan sus necesidades sobre las de otros que, “casualmente”, tienen menor incidencia y poder en la escena política.

     Los que solicitan subsidios para mantener las producciones regionales pero a costa de que haya chicos que no reciban buena educación o incluso su copa de leche. O cuando los universitarios insisten en que sus estudios deben ser financiados enteramente por la sociedad, cuando las urgencias en otros ámbitos son acuciantes, todos son ejemplos de lo dificil que se hace establecer estos criterios si la única guía es la puja de intereses.

     Frente a este riesgo latente, surge el último criterio que debe adjetivar a los anteriores y que es el criterio de racionalidad. La mejor aproximación a este criterio es identificarlo con el sentido común o si se quiere con la prudencia, aunque no son conceptos idénticos ya que el primero es un atributo de la mayoría de la población y en cambio prudencia es una particularidad de unos pocos llamados a gobernar.

     El sentido común es un concepto no exento de alguna vaguedad -es necesario reconocerlo-, aunque en sus caracteres esenciales es comprendido casi intuitivamente. Lo importante es que asegura que nuestras decisiones serán razonables y priorizarán el bien común, por sobre aquellos intereses sectoriales.
    
     De partida el pensador español Leonardo Polo nos confirma que “lo que los hombres pueden compartir -lo común a muchos- es sobre todo lo racional que es lo universal; la sinrazón o irracionalidad es lo que separa”. Lo racional es la base del diálogo social, aunque de ninguna manera satisface todas sus expectativas. Pueden existir otros factores sentimentales o espirituales que completen ese marco. Sin embargo nunca podrán ser exigencias irracionales aunque si “supra-racionales”.

     De este modo, frente a una infinita variedad de cuestiones, problemas y necesidades a resolver por el orden político y a la hora de plantear las prioridades selectivas de nuestra acción, deberemos elegir con prudencia e inspirados en una actitud ética, los tópicos políticos y su grado de importancia en el esquema general.

     Leo Strauss escribe una reflexión importante en este sentido: “Toda acción política está encaminada a la conservación o al cambio. Cuando deseamos conservar tratamos de evitar el cambio hacia lo peor, cuando deseamos cambiar, tratamos de actualizar algo mejor. Toda acción política, pues, está dirigida por nuestro pensamiento sobre lo mejor y lo peor. Un pensamiento sobre lo mejor y lo peor implica no obstante, el pensamiento sobre el bien”.

     El mismo Polo señala en Presente y futuro del hombre, que la convivencia humana es un problema ético: “Según sea nuestra valoración de las cosas tomaremos decisiones, dentro de alternativas, y según esas decisiones funcionarán la economía, la salud, la manera de construir edificios, etc. todo el régimen funcional de una sociedad depende en definitiva del carácter ético de las decisiones. Uno no se puede quitar la ética de encima de ninguna manera, precisamente porque existen alternativas”.

     Ahora bien: el sentido común se apoya en este sustrato de racionalidad pero no se agota en él. Me explico: los criterios que pueden surgir de la estricta racionalidad son comunes a todos los hombres en cualquier lugar y se identifican con los contenidos mínimos que establecen, por ejemplo, los criterios liberales. Esto porque el pensamiento liberal -por nombrar sólo un tipo de pensamiento moderno- trabaja con el concepto de individuo, que según vimos es una noción abstracta de vocación universal; es decir con intención de ser aplicable a cualquier ser humano más allá de las circunstancias que afecte a él y a su comunidad. Racionalidad entonces se identifica más bien con la razonabilidad.

     El sentido común, por el contrario, surge de un proyecto político concreto que tiene por fin el bien común. Desde una realidad dada y hacia un fin común cuya bondad ha sido garantizada por un correcto debate político, todos los ciudadanos están en condiciones de descubrir “el sentido” hacia donde hay que encaminarse (la educación por supuesto es la herramienta fundamental para que se produzca este proceso de identificación de los ciudadanos con el proyecto).

     El sentido común no es abstracto ni general, sino que por el contrario se actualiza en cada decisión individual. Por supuesto que el basamento e incluso el contenido de ese proyecto debe ser sopesado con criterios de razonabilidad pero, como decimos, estos criterios no son el proyecto, sino que sirven de base para establecerlo.

     Rawls destaca con acierto la capacidad que tienen las personas o que deben tener, de encontrar posiciones razonables para su relación con los demás, aunque en su interior no se identifiquen con esas posiciones. Tras su célebre y debatida teoría de la posición original -a la que acuden los representantes cubiertos por un “velo de ignorancia”- se esconde la exigencia de razonabilidad en los planteamientos políticos, que permite una independencia con respecto a concepciones dogmáticas y a intereses particulares.

     La diferencia entre nuestro planteamiento y el rawlsiano es que el sentido común, no se forja separando al individuo de todos sus aspectos y dimensiones vitales (posturas filosóficas, creencias religiosas, condiciones culturales) sino muy por el contrario, alentando que los despliegue en un diálogo interactivo.

     Como ha afirmado Ross, en "La moral Privatizada", la ética no se refiere a la conducta de individuos autónomos, sino a la conducta de los miembros de una comunidad. A sus fines sociales y políticos. Cómo debe uno vivir en cuanto individuo autónomo no es una cuestión ética, la cuestión ética es cómo debemos vivir nosotros en cuanto sujetos interdependientes en un todo social.

     La ética tiene, por tanto, una invitación de honor al debate político, y puede desplegarse con plenitud, sin ser limitada por el contradictorio requisito de la neutralidad política o de la simple razonabilidad.

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