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8. ¿PODRÁN LOS POLÍTICOS?







     La instrumentación de esta nueva concepción política, exige una nueva conciencia política y para ello se requiere un cambio en la cultura ciudadana. Pero dicho cambio tiene, como condición esencial, una generación de dirigentes políticos capaces de asumir el desafío. ¿De dónde salen los dirigentes? De la gente que no tiene esa cultura. El supuesto círculo vicioso se corta, sin embargo, transformando el polo dirigencial (aunque sea por una cuestión cuantitativa: es más fácil forjar diez mil dirigentes que 40 millones de ciudadanos).

     Pero hoy tenemos los políticos que tenemos. Y no vale la pena gastar demasiada tinta en describir sus gruesos errores, tan evidentes a los ojos de los ciudadanos y la profunda insatisfacción que tenemos frente a su accionar.

     Un sistema tan dinámico como el que propongo de funciones imprecisas, por su constante redefinición, puede resultar entonces una “bomba de tiempo” en manos de la mayoría de los políticos de hoy. Puede, incluso, ser la sentencia de muerte para lo que queda de espíritu comunitario en nuestra sociedad (el bien que supuestamente pretendemos preservar).

     Enfrentamos por tanto el principal desafío de toda nuestra reflexión. Vale la pena que vayamos despacio, pero con paso firme.

1. El "quién" de la política

    
     Al comienzo del libro hablamos de la política como un misterio por el cual una persona influye sobre otra. Ha llegado el momento de profundizar en ese misterio. Si la propuesta depende, en tal medida, de los protagonistas de lo político, vale la pena que nos concentremos en el "quién".

     Algunos pensadores sostienen que el misterio político no es otro que el poder que tiene esa persona sobre la otra. La relación de poder estaría definida básicamente como una relación de mando y obediencia. El que manda lo hace porque tiene legitimidad y también porque tiene eficacia en la administración de ese poder.

     La legitimidad según la doctrina clásica viene dada por el origen del poder. La eficacia, a su vez, hace referencia a la capacidad efectiva aunque potencial de coaccionar al que obedece a cumplir con la directiva. La coacción aquí referida es una coacción física. Estos son los componentes elementales de una relación planteada como “relación de poder”.

     Ahora bien: ¿es verdad que todas las relaciones que se establecen en política son siempre relaciones de poder? No son pocos los autores que sostienen esta tesitura.  Lowenstein, por ejemplo, afirma que “la política no es sino la lucha por el poder” y en el mismo sentido se expresan pensadores de la talla de Maurice Duverger, Hans J. Morgenthau y otros.  No es un grupo menor sino, por el contrario, la corriente más importante de la ciencia política contemporánea.

     Engels definía al Estado en estos términos:

“El Estado no es otra cosa que una máquina de opresión de una clase por otra, y todo eso de la misma manera que una monarquía”.

     Como bien advirtió Max Weber a principio de siglo, el Estado pareciera haberse constituido a lo largo de un proceso histórico en la única fuente legitimadora de la violencia física. El Estado entonces resulta la única fuente del “derecho” a la violencia y como tal, si siguiéramos la relación lógica de los autores mencionados, pareciera constituirse en la única fuente de poder.

     Sin embargo, la reducción deja algunas dudas. ¿Acaso no hay otras relaciones que tengan proyección política y que, aun sin la amenaza de sanción física, generan el mismo resultado?

     Para responder vale la pena analizar la actitud de los dos agentes. Por un lado tenemos una persona que manda y por el otro una que obedece. Comencemos por el costado más difícil: ¿Por qué una persona obedece a otra? La explicación de la tendencia a mandar es más sencilla porque la experiencia particular de cada uno nos permite advertir esa vocación natural de cualquier hombre de influir sobre los otros. Esa tendencia en algunas personas se encuentra más acentuada y además está secundada por verdaderas capacidades o talentos para hacerlo. Pero al estudiar la obediencia no es fácil descubrir el por qué de semejante actitud y de su consecuente comportamiento.

     Basta una orden -señala Jouvenel al estudiar el tema- para que la avalancha tumultuosa de los coches que en un gran país se deslizaban por la izquierda cambien y se deslicen por la derecha. Basta una orden, y un pueblo entero abandona los campos, los talleres, las oficinas e invade los cuarteles.
    
     Cualquiera que haya fundado una pequeña sociedad, para un fin particular conoce la propensión que tienen los miembros, comprometidos, sin embargo, por un acto libre de su voluntad y en vista de unos fines observados por ellos, de rehuir las obligaciones que dicha sociedad les impone. El hecho, al compararlo con lo político, pone más de relieve la docilidad existente en la sociedad por excelencia.

     Si nuestra voluntad cede a la voluntad del gobernante ¿es solamente porque dispone éste de un aparato material de coacción, o porque nos conviene o porque nos convence? No debe negarse que tememos a las consecuencias que puede deparar nuestra desobediencia. Sin embargo, este factor no puede agotar la explicación del fenómeno, ya que muchas veces obedecemos a pesar de no tener un guardia o funcionario cerca. De lo contrario haría falta desplegar un ejército de agentes.

     Revisemos la obediencia a la luz de los dos elementos básicos que fundamentan el poder: legitimidad y eficacia. Respecto de la legitimidad y siguiendo a Weber que en este punto es un clásico, podemos decir que existen tres tipos que legitiman una dominación:

“En primer lugar, la legitimidad del “eterno ayer”, de la costumbre consagrada por su inmemorial validez y por la consuetudinaria orientación de los hombres hacia su respeto. Es la legitimidad “tradicional”, como la que ejercían los patriarcas y los príncipes, patrimoniales de viejo cuño.

En segundo término, la autoridad de la gracia (carisma) personal y extraordinaria, la entrega puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee. Es esta autoridad “carismática” la que detentaron los Profetas o, en el terreno político, los jefes guerreros elegidos, los gobernantes plesbicitarios, los grandes demagogos o los jefes de los partidos políticos.

Tenemos, por último, una legitimidad basada en la “legalidad”, en la creencia en la validez de preceptos legales y en la “competencia” objetiva fundada sobre normas racionalmente creadas, es decir, en la orientación hacia la obediencia a las obligaciones legalmente establecidas; una dominación como la que ejercen el moderno “servidor del Estado” y todos aquellos titulares del poder que se asemejan a él”.

           
     El Estado Moderno y republicano se funda en la tercera legitimidad y en ella deposita todas sus esperanzas. No importa quien es el funcionario o el gobernante, hay una estructura legal que canaliza su acción y a la vez que lo limita y lo juzga en caso de incumplimiento. Frente a esas garantías el ciudadano se aviene a respetar las órdenes de un poder así concebido.

     Sin embargo, el fenómeno de la obediencia excede esta fantasía moderna y pareciera darse por una conjunción de las tres fuentes descritas por el pensador alemán. Ocurre que el poder no es un concepto filosófico y ni siquiera jurídico, aunque podamos reflexionar sobre él desde la filosofía, desde el derecho e inclusive desde la ética. Es una noción evidentemente sociológica, con raíces psicológicas y antropológicas. Por eso la eficacia es tan importante. La democracia, en definitiva sabe mucho de “carismas políticos” y algunas de las corporaciones que irradian su influencia se legitiman a través del tipo tradicional.

2. Lo político como autoridad


     Como vimos en otro apartado, para que sea posible la vida en comunidad y también para definir los límites que la separan de la esfera privada o íntima, es absolutamente indispensable definir qué es lo común y cómo se institucionaliza. La definición no es un momento dado, sino un continuo y dinámico proceso.

     Esta determinación de lo común no se justifica por su amenaza de sanción, aunque la tiene para aquellas personas que no se ajustan a lo establecido (y que sufren una multa). Pero su razón de ser es constituirse en la condición para la existencia de lo social, y sobre todo para una existencia beneficiosa que conviene a todos.

     No pasamos por alto que, en el Estado, la amenaza del uso de la violencia sea un poder latente y que esa característica eche luz sobre todas sus decisiones. Pero aquí me interesa resaltar las muchas cuestiones en las que la comunidad respeta las leyes de su Estado, no por coacción, sino fundamentalmente porque descubre que sólo así puede convivir en armonía; porque siente que ellas traducen el bien común.

     Podemos agregar, incluso, que cuanto más sean las normas del Estado que los ciudadanos respeten por su bondad y menos las que necesitan de la amenaza de una sanción, más desarrollada es la madurez política de esa sociedad.

     Esto nos remonta a una clásica discusión sobre la esencia de la norma jurídica, muy típica de mis años universitarios. La sanción ¿es una parte constitutiva de la norma, sin la cual esa norma no existe o, por el contrario, es igualmente derecho una ley por la determinación de lo común que supone aunque no regle la consecuencia que puede tener el hecho de desobedecer? ¿Una norma que no tiene sanción, es norma?

     Aunque la polémica, en este sentido, es sumamente interesante y enriquecedora, excede nuestras posibilidades de profundizar en tal debate. Sólo digo a modo de ejemplo que un ciudadano puede consultar la legislación para saber cómo debe actuar en esa específica circunstancia (cuál es la conducta correcta) y no sólo para conocer la sanción que se le aplicará a su actuar libre si no lo hace. De hecho la mayoría de los ciudadanos, en la mayoría de las circunstancias muestran la primera actitud.

     Para alcanzar esa madurez -o al menos tender hacia ella- es evidente que hay una doble responsabilidad: una por parte de los ciudadanos que deben procurar ser cada vez “más razonables” en cuanto a aceptar las exigencias y sacrificios del vivir común, y otra por parte del Estado, y sobre todo del gobierno, de procurar leyes que tengan una legitimidad implícita. Dicha legitimidad se logra, como hemos dicho, no con la amenaza de la violencia, sino más bien con decisiones prudentes y acciones eficaces que atiendan al bien común.

     Hasta aquí, puede decirse, nuestra reflexión no aporta ninguna novedad. Sin embargo deja traslucir la cuestión de fondo que es la posibilidad de concebir las relaciones entre el gobernante y los ciudadanos, no sólo como relaciones de poder sino también como relaciones de autoridad.

     Con este concepto quiero designar aquella relación que los dirigentes públicos pueden mantener con sus conciudadanos más allá del estricto marco legal-coercitivo, más allá del mando coactivo y la obediencia por la amenaza.

     Bertrand de Jouvenel utiliza un concepto similar. El habla de autoridad formal e informal:

“En ello reside la gran diferencia existente entre la Autoridad formal y la autoridad informal. Ambas son capaces de mover a los hombres y ambas son capaces de llevar a cabo lo que las fuerzas combinadas de los hombres, que ponen en movimiento, están en condiciones de conseguir. Esta aptitud para la acción que utilizan las energías de otros hombres constituye el poder. Pero en el supuesto de la autoridad informal, su poder se extiende a todo lo que pueda de hecho obtener de esos otros hombres. No sucede así en el caso de la Autoridad formal, la cual se basa en una idea que define y limita su ejercicio, de manera que se sus logros legítimos difieren su eficacia posible”.
    
     Por lo general se sostiene que el gobernante a través del derecho sólo puede ordenar, prohibir o permitir. Sin embargo, bajo esta nueva óptica, a través de una relación de autoridad, también puede realizar un auténtico rol arquitectónico como dirigente, alentando, promoviendo el diálogo entre los sectores, institucionalizando iniciativas, apoyando proyectos comunes...

     En la autoridad "informal", radica la legitimidad en forma pura, es decir, sin combinación con la eficacia propia de la relación de poder. Ello significa, entre otras cosas, que el dirigente es respetado y acompañado en sus directrices sobre el bien común por su propio mérito y sólo por él; por la confianza que los ciudadanos tienen en sus proposiciones y en sus dictados “morales”. ¿Acaso no influye que esa autoridad esté investida de poder? Claro que influye, pero no es lo determinante.

     Tal vez algunos ya hayan advertido que estamos construyendo un fundamento de autoridad para lo que en el capítulo anterior definimos como "ámbitos de posibilidad". En esos ámbitos, que no son de coerción sino de convencimiento y de consenso, son decisivos los dirigentes que, más allá de tener o no autoridad formal y poder en el sentido weberiano, tienen Autoridad y con ella convocan a la unidad de la acción construyendo oportunidades de encuentro y trabajo mancomunado.

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