9na Entrega

3. ¿Qué valor tiene la comunidad política?


Sullivan parece tener razón cuando señala que "la realización de uno mismo e incluso el desarrollo de la identidad personal y el sentido de nuestras vidas en el mundo dependen de la actividad social”.

Este proceso compartido es la vida civil y su fundamento es el compromiso con otros: otras generaciones, otros tipos de personas cuyas diferencias son significativas porque contribuyen al edificio sobre el cual descansa nuestro sentido particular del yo.

Así, la mutua interdependencia constituye el concepto fundacional de la ciudadanía. Fuera de una comunidad lingüística de prácticas compartidas, el homo sapiens biológico existiría como una abstracción lógica, pero no podrían existir los seres humanos. Este es el significado del aforismo griego y medieval según el cual la comunidad política es ontológicamente previa al individuo. La polis es, en verdad, aquella que hace posible al hombre como ser humano”.

Crowley agrega: "Aquello que ratifica la idea de que el hombre vive en una comunidad de experiencias plurales y con un lenguaje compartido es que éste es el único contexto donde el individuo y la sociedad pueden descubrir y poner a prueba sus valores a través de las actividades esencialmente políticas de la discusión, la crítica, el ejemplo, la emulación. Es mediante la existencia de espacios públicos organizados en los que los hombres ofrecen y ponen a prueba sus ideas, como los hombres llegan a entender en parte quiénes son”.

Ya hemos puesto suficiente énfasis en destacar la importancia que tiene lo común para el desarrollo de nuestra identidad individual. Podríamos agregar tal vez un párrafo de Charles Taylor que se esfuerza por revalorizar los vínculos comunitarios como aspectos constitutivos de nuestra personalidad. El autor canadiense, en su libro Las fuentes del Yo sostiene:

“No se puede ser un yo independiente. Sólo soy un yo en relación a determinados interlocutores: por un lado, en relación a aquellos interlocutores que fueron esenciales para llegar a definirme; por otro, en relación a los que son ahora cruciales para que siga captando los lenguajes de la autocomprensión. Naturalmente, ambas clases de interlocutores pueden coincidir. Un yo existe sólo dentro de lo que llamo redes de interlocución

Debemos ser conscientes de que la fórmula individualista y éticamente neutra que nos propone para lo político la modernidad, resulta insuficiente.
           
No podemos cometer el error de aceptar una definición del ser humano que olvide su carácter independiente pero a la vez constitutivamente dependiente, o interdependiente. Es decir, debemos entendernos como un existencia separada de los otros seres, y sin embargo, no podemos mantenernos como existencia, más que en y por la relación con los demás. El ser humano es un ser-en-sí-mismo pero a la vez es un ser-en-relación (con el mundo, con sus semejantes, con lo trascendente).

Ahora bien, ¿podemos hablar de “algo común” a comienzos del siglo XXI? Es verdad que los vínculos comunitarios se han debilitado hasta llegar a un punto casi terminal. No es un fenómeno nuevo. Por el contrario desde el comienzo de la modernidad desarrollamos un proceso que ha buscado dejar de lado los vínculos naturales, por otros modos de asociación de tipo contractual o voluntario.

Algunos consideran este proceso de autonomía con respecto al entorno, como el logro más admirable de la civilización moderna. Como señala Taylor, vivimos en un mundo en el que las personas tienen derecho a elegir por sí mismas su propia regla de vida, a decidir en conciencia qué convicciones desean adoptar, a determinar la configuración de sus vidas con una completa variedad de formas sobre las que sus antepasados no tenían control. Y estos derechos están por lo general defendidos por nuestros sistemas legales. Ya no se sacrifica a las personas en aras de exigencias de órdenes supuestamente sagrados que les trascienden.

La libertad moderna, sin embargo, se construye sobre las ruinas de la comunidad política de vínculos fuertes. Nadie puede negar la evolución social producida, si lo comparamos con el antiguo régimen de la edad media. Sin embargo, al mismo tiempo, nadie puede negar que se perdió un orden que daba sentido al mundo y a las actividades de la vida social. Y, a cambio, la modernidad nos ha dejado sin "orden", justamente porque reniega de cualquier orden político común que supere los estrictos cánones de la justicia conmutativa.

4. El bien común ante la encrucijada

Nuestra reflexión se encuentra en un punto crítico. Hemos dicho que el fin de lo político debería ser el bien común y que la comunidad política no puede renunciar al desafío del bene vivere. Pero hemos dicho también que la filosofía política no puede abstraerse de la realidad. Y aquí nos enfrentamos con una realidad que a primera vista parece rechazar cualquier propuesta que atente contra el individualismo moderno.

Sin embargo, si agudizamos nuestra capacidad de análisis, descubriremos matices que “resquebrajan” esa visión, al parecer, tan compacta del individualismo liberal como ethos de la edad contemporánea. Es decir: en la realidad, el sistema indivualista y la cultura individualista no arrojan resultados tan felices como los que pretende la teoría.

Basta con preguntarnos nosotros mismos, protagonistas de estas sociedades capitalistas y liberales modernas: ¿somos felices?

En lo más profundo de nuestra conciencia subyace ese malestar frente a las contradicciones del capitalismo moderno. Por un lado nos somete a un racionalismo extremo, marcado por la optimización y la eficiencia económica, que genera reglas al parecer inexorables. Por el otro sufrimos un relativismo de corte hedonista que no acepta reglas ni criterios: las reglas las pone uno conforme lo que siente.

En una cara de la misma moneda rige el principio radical moderno de la producción, que todo lo homologa y lo masifica. Un mundo dominado por la razón instrumental en el que las posibilidades son contadas: ser un “homo sapiens” competitivo mientras la suerte te acompañe, o conformarse con un modesto status de “homo faber” eficiente si el destino te juega una mala pasada.

Lo económico es el principio rector de nuestras acciones y el común denominador es el dinero. Nuestras posiciones sociales se acotan y todos somos compradores o vendedores de algo que debe cumplir con las exigencias del mercado. No sólo objetos o servicios, también valores, conocimiento, sonrisas, cuerpos y hasta la personalidad... todos somos, en definitiva, clientes de los otros. Vivimos aspirando a aumentar nuestra propiedad y a envidiar lo que otro tienen. Y cuando lo tenemos vivimos angustiados por el stress que produce evitar perderlo.

Daniel Bell, en su libro Las contradicciones culturales del Capitalismo, describe este ámbito con extraordinaria claridad:

“En la sociedad moderna, el principio axial es la racionalidad funcional, y el modo regulador es economizar. Esencialmente, economizar significa eficiencia, menores costes, mayores beneficios, maximización, optimización y otros patrones de juicio similares sobre el empleo y la mezcla de recursos. Se comparan los costes con los beneficios que habitualmente se expresan en términos monetarios. La estructura axial es la burocracia y la jerarquía, ya que estas derivan de la especialización y la fragmentación de funciones y de la necesidad de coordinar actividades. Hay una medida simple del valor, a saber, la utilidad. Y hay un principio simple de cambio, el principio de productividad, o sea la capacidad para sustituir productos o procesos por otros que son más eficientes y rinden mayor beneficio a menor coste. La estructura social es un mundo cosificado, porque es una estructura de roles, no de personas, lo que se expone en los documentos organizativos que especifican las relaciones jerárquicas y de funciones”

No es difícil establecer el marco del debate político en este ámbito: laissez faire proponen los más entrepreneurs, “un subsidio para sobrevivir” los que no logran adaptarse al sistema. El eje del debate es sin duda la igualdad.

En la otra cara de la moneda se extiende un inconmensurable ámbito privado, caracterizado por un espíritu emotivista, intimo según Sennet o intimista, que busca la sensación inmediata, el placer y el hedonismo. Aquí reina la cultura de la imagen y del videoclip; la cultura light que denunciaba Enrique Rojas en su libro: El hombre light.

En este marco, que ha precipitado en ese conjunto difuso que es la posmodernidad, florecen infinidad de posturas filosóficas, religiosas, vitalistas. Hasta los hay, y no son los menos, que profesan el final de las ideologías y de las posturas dogmáticas y proponen una vida que se contenta con ser vivida en armonía con el universo evitando la racionalización.

Es el pensamiento débil de Vattimo, es el yuppi que de noche es un hippie, que va a los lugares decorados como los hippies de los años ’60, aunque esos hippies en realidad ya se han vuelto yuppies...

Según Daniel Bell, la cultura moderna se define por esta extraordinaria libertad para saquear el almacén mundial y engullir cualquier estilo que se encuentre. Tal libertad proviene del hecho de que el principio axial de la cultura moderna es la expresión y remodelación del “yo” para lograr la autorealización. Y en esta búsqueda, hay una negación de todo límite o frontera puestos a la experiencia. Es una captación de toda experiencia; nada está prohibido y todo debe ser explorado.”

El yo específicamente moderno, en este marco de contradicciones, no encuentra, como denuncia Macintyre, límites apropiados sobre los que poder establecer juicio, puesto que tales límites sólo podrían derivarse de criterios racionales de valoración y, como hemos visto el yo emotivista carece de tales criterios.

Por supuesto hay que ser cautos a la hora de las generalizaciones, porque son siempre peligrosas. También hay infinidad de personas que profesan con palabras y con hechos, valores humanos elevados como la solidaridad, el compromiso con el bien común, aunque ellos también se ven obligados a desdoblar su personalidad en estas dos esferas contradictorias del capitalismo que he descrito.

Racionalismo y hedonismo: creo que todos podemos advertir esta contradicción contemporánea, porque es parte de nuestra realidad cotidiana y de nuestras vidas. Y aunque algunos pretendan presentarla como un triunfo, todos sentimos que algo hemos perdido en el camino. Allan Bloom es muy agudo en este sentido, cuando analiza la actitud de los jóvenes en El cierre de la mente moderna:

“La gran mayoría de los estudiantes aunque desean tener buena opinión de sí mismos igual que cualquiera, son conscientes de lo atareados que se encuentran teniendo que atender su carrera profesional y sus relaciones personales. Hay una cierta retórica de autor realización que da una pátina de encanto a esta vida, pero pueden darse cuenta de que no hay nada especialmente noble en ello. La lucha por la supervivencia ha substituido al heroísmo como cualidad digna de admiración”.

¿Qué criterios deben regir lo político cuando el sistema se sustenta en un individualismo que en la realidad presenta un frente tan fragmentado? ¿Dónde cuaja el bien común? La fórmula política pareciera que no puede ser otra que la del liberalismo moderno.

Es decir, ya veamos nuestra sociedad desde el punto de vista de un individualismo teórico (que pregona el individualismo como una actitud ética saludable), ya la veamos como un sistema cultural y ético basado en un individualismo degenerado, de todas maneras la solución política pareciera enviarnos a la fórmula individualista-liberal.

Esa es, además, la lección que todos los días nos da la experiencia cotidiana y que se graba a fuego en nuestras conciencias. Los jóvenes, más que cualquier otra generación, aprendemos esa lección en la calle, en los bares, en la universidad. “Si quieres ser individualista por vocación pues adelante. Si quieres aferrarte a una doctrina política, filosófica o religiosa con planteos de fondo que obliguen a encauzar tu libertad, puedes hacerlo, pero en tu relación con los demás no molestes, esto es, debes ser individualista para adecuarte al grupo”.

"No te metas conmigo". Hacer y dejar hacer. Respetar y tolerar sobre todas las cosas la infinidad de estilos y posturas frente a la vida con sus múltiples matices, que abundan en nuestros ambientes. Esta apática tolerancia pareciera sentenciarnos al individualismo, ya por virtud, ya por necesidad de encontrar una fórmula para vivir todos juntos.

Por supuesto, no rechazo la cultura de la tolerancia y el respeto por la diversidad. Sin embargo, habría que discutir el punto de equilibrio entre la tolerancia y la indiferencia, entre el respeto y la apatía.

La distancia típicamente posmoderna respecto de ideologías, dogmas, líderes e incluso personas con posturas fanáticas puede ser considerada una buena actitud sólo si es transitoria; si es un alejarnos de tanta mentira y tanta hipocresía para descubrir nuevamente, si no la verdad, al menos la senda para buscarla.

La condición de esta actitud posmoderna es que sea verdaderamente transitoria; que sirva para algo, para generar nuevas ideas, valores y actitudes con las cuales enfrentar las nuevas realidades.

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