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6. EL BIEN COMÚN ANTE LO POLÍTICO.



     ¿Cuál es la vida buena para el hombre? Hay tantas respuestas a semejante cuestión que uno tiene la tentación de dar la razón a Rawls que prohibe la discusión del tópico en el ámbito de lo público. Allí se estancan los liberales con su fórmula de neutralidad política.

     En el próximo estadio encontramos concepciones como el utilitarismo, que intenta una respuesta. La vida buena para ellos es la misma que en los clásicos: la vida feliz. Sin embargo, a diferencia de aquellos, el criterio rector para lograr ese fin es buscar el placer y alejar el dolor. Jeremy Bentham, como ya vimos, no distingue ni jerarquiza placeres a la hora de establecer su supremacía. Pareciera que hay una unidad en la sensación más allá de la diversidad de situaciones, sentimientos o estímulos que puedan ocasionarlo.

     Por supuesto esta concepción es del todo básica y superficial. Los objetos del deseo humano, natural o educado, son irreductiblemente heterogéneos. No produce el mismo placer realizar una buena acción, que comerse un buen plato de milanesas con papas fritas. Por otra parte, el placer no puede ser la guía de nuestras acciones, precisamente porque el gozo, de por sí, no nos proporciona ninguna buena razón para emprender un tipo de actividad antes que otra. Aristóteles, en este sentido, identifica el placer como aquello que acompaña el logro de una acción virtuosa. Y como acompaña ese fin, puede confundirse con él. Pero no es el fin, sino un adjetivo del fin.

     John Stuart Mill intentó apuntalar el utilitarismo de Bentham con una distinción entre placeres superiores e inferiores, pero sus innovaciones no logran evadir la crítica general.

     Hay una cuestión más profunda aún: ¿es posible establecer a través del placer o el dolor de una acción, la felicidad humana? Ya lo dice un proverbio griego: “Nadie puede ser llamado feliz hasta que haya muerto”. La felicidad de un hombre se corresponde con el cumplimiento de un proyecto de vida, de un destino, de un telos. Puede que una acción cause dolor, como por ejemplo prepararse físicamente para una competencia, pero que más tarde cause la alegría del triunfo logrado. Ni qué decir si una persona tiene fe en el mensaje cristiano de la vida después de la muerte. En ese caso la regla para medir la felicidad la brinda el poeta español Jorge Manrique cuando escribe las coplas por la muerte de su padre:

“Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
más cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar”.

     La regla cristiana es el amor a Dios y al prójimo. "El que quiera salvar su vida, la perderá y el que la pierda, la salvará"

     Todo indica que el bien humano tiene un criterio superior cual es el intento de lograr la perfección humana en la medida de la posibilidad de cada uno. El principio es el que expresara Píndaro: “Llega a ser el que eres” o, si se quiere, “intenta ser el hombre que podrías ser si realizaras tu naturaleza esencial, tu destino”.

     La máxima tiene una profundidad antropológica y una fuerza filosófica suficiente como para inspirar un tratado entero. Sin embargo, aquí sólo resaltaré su mayor cualidad: establece un criterio objetivo, pero su aplicación respeta las particularidades de cada ser humano.

     Si todos lleváramos una vida buena, no por ello seríamos todos iguales. Por el contrario, cada uno habría llevado al máximo sus potencialidades innatas y adquiridas que en ningún caso son idénticas a las de otro. Por supuesto hay un sustrato común, porque la naturaleza humana es compartida, pero hay también un ideal de autenticidad que respeta la diversidad y sostiene la tolerancia.

2. El camino de la virtud


     Ahora bien: ¿Cuál es el camino para realizarme, para poder llegar a mi perfección? “Llevar una vida virtuosa” es la respuesta unánime que dan las posturas ubicadas en un tercer estadio, aunque luego difieran en el contenido del concepto de virtud.

     La virtud designa el conjunto de cualidades cuya posesión y práctica ayuda al individuo a alcanzar la felicidad. En el caso de Aristóteles, para lograr la areté -la virtud para los griegos- es necesario una inteligencia práctica que a su vez supone un razonamiento práctico con cuatro elementos esenciales:

a-      En primer lugar están los deseos y metas del agente, que son los supuestos implícitos en su razonamiento. Son supuestos que configuran el contexto necesario del silogismo práctico.
b-      El segundo elemento es la premisa mayor de este silogismo. En ella se describe lo que es bueno para el agente.
c-      Luego viene la premisa menor que busca el contraste entre la premisa mayor y la situación concreta que enfrenta el agente.
d-     Por último la conclusión, que es la acción correcta con que termina razonamiento práctico.


     Al decir de Macintyre, cuando analiza el silogismo práctico aristotélico: desde el punto de vista aristotélico, la razón no puede ser esclava de las pasiones. La educación de las pasiones en conformidad con la persecución de lo que la razón teorética identifica como telos y el razonamiento práctico como la acción correcta que realizar en cada lugar y tiempo determinado, es el terreno de actividad de la ética.”

     Respecto de cuáles son en particular esas virtudes, cuál es el catálogo de virtudes requeridas no podremos decir mucho en este trabajo. Como señala el autor antes citado, no son iguales las virtudes exaltadas por la épica de Homero, por Aristóteles, por los teólogos medievales o por los diversos autores modernos. Existen tradiciones que brindan un marco común a algunos de ellos -como por ejemplo la tradición clásica- pero incluso entre ellas hay visiones contrapuestas. En los poemas homéricos que reflejan las virtudes de las “sociedades heroicas” la virtud más importante es, sin duda, el valor, la valentía. Para los filósofos griegos tal vez sea la justicia. Para los cristianos el amor y la humildad, para Adam Smith tanto las virtudes benevolentes cuanto las virtudes egoístas...

     Sí podemos destacar la necesidad de concebir e interpretar las virtudes de un modo armónico, de acuerdo con la unidad del ser humano, agente moral, y de la vida humana, escenario de aquella moralidad.

     Algunos autores asimilan la vida humana a una narración y no poca razón tienen. El hombre es una unidad existencial y no puede ni debe ser fragmentado para su análisis ni para aplicarle normativas científicas o sociales. Como ya puse de manifiesto éste es un error típico de la filosofía analítica. Las acciones particulares de los hombres derivan su carácter de conjuntos más amplios que finalmente encuentran su significado en la vida integral.

     Integral en dos sentidos: uno histórico, que vincula el pasado, lo que fui, con el presente y el futuro, lo que soy y seré; y otro dimensional, por llamar así al todo-hombre del que hacíamos mención. Es el contexto de las pasiones y de las circunstancias reconocidas en los elementos del razonamiento práctico. Inclusive es primordial juzgar las intenciones del agente para saber si su acción es virtuosa.

     En este sentido, la unidad de la vida humana se quebranta cuando se realiza una separación tajante entre el individuo y los papeles que representa. Vuelven a surgir aquí las contradicciones culturales de la modernidad denunciadas por Daniel Bell.

     Las virtudes no deben confundirse con las “habilidades profesionales” que se ponen en práctica para tener éxito frente a situaciones particulares. Como señala Macintyre, lo que se suelen llamar virtudes de un buen organizador, de un administrador, de un jugador o de un corredor de apuestas, son habilidades profesionales, pero no, o no necesariamente, virtudes.

     Las virtudes acompañan la unidad de la vida humana, y se manifiestan en todos los órdenes y papeles. Un hombre no es virtuoso si se conduce con honestidad como padre de familia, pero en su trabajo justifica su deshonestidad por las exigencias del medio. El miembro de la mafia italiana que, en el ámbito de su clan, es honorable y cumple estrictamente los mandamientos religiosos, pero no tiene límites cuando se enfrenta a otro clan, ese hombre puede ser muy romántico y pintoresco -como Al Paccino en el film “El padrino”- pero no es un buen hombre.

     Como existe esta unidad, subestimada por la modernidad, el hombre debe educarse o, mejor dicho, ser educado desde su nacimiento en el cultivo de las virtudes y esta es una educación del carácter.

     De más está decir que el agente moral ha de saber lo que está haciendo cuando juzga o actúa virtuosamente. Debe hacer lo virtuoso porque es virtuoso y la única forma de serlo es habiendo internalizado conscientemente las bondades, pero también los sacrificios, de una vida virtuosa. Por eso no hablamos aquí de adiestramiento, ni de instrucción. Mucho menos de influencia subliminal en el sujeto para que internalice las virtudes. El hombre, desde niño debe ser alentado, de un modo acorde con su dignidad humana, en el ejercicio de la areté.

     El requisito de la educación -tomado el término en sentido amplio- es el primer desafío de la máxima de Píndaro. Para llegar a ser lo que uno es, se necesita primero ser auténticamente humano. Este requisito, por supuesto, nos viene dado desde el momento de la concepción aunque hay que decir, la naturaleza humana es un condicionante importante pero no determinante. Hay que conocerse mucho a uno mismo para saber en dónde puedo superar el estadio inicial de mi propia naturaleza.

     El segundo requisito es la condición en la que hemos venido insistiendo. Necesitamos adquirir un marco que nos brinde los elementos para luego configurar  por nosotros mismos la propia identidad.

     Hemos llegado al punto en que el bien, que se realiza y se alcanza por medio de las virtudes, exige un marco común. Por supuesto, no sólo por la educación que necesita el ser humano, sino también por todos los aspectos de su vida presente y futura que son ininteligibles sin referencia a la sociedad en la que el individuo desarrolla esa vida.

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