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3. El bien común en la teoría liberal

    
     Cuando saltamos a la esfera política, nuevamente encontramos los tres estadios que aparecieran en la esfera antropológica.

     En el primer estadio sabemos ya del liberalismo político, que define el bien común como la efectiva vigencia y eficacia de un criterio de justicia que asegure la libertad individual y asegure también los frutos y las consecuencias de esa libertad.

     ¿Y qué más?, podríamos preguntar. ¿Qué dicen los liberales respecto de la educación, por ejemplo, o de aquellas otras dimensiones sociales necesarias para el individuo? En general el liberalismo mantiene la firme convicción de que las fuerzas sociales en libre interacción producirán los bienes sociales que necesita el individuo. La regla laissez faire, o si se quiere la mano invisible, no sólo regula naturalmente la dinámica del mercado económico sino también el “mercado social”.

     Por supuesto que hay matices diversos en las distintas corrientes que conforman la tradición liberal. El llamado libertarismo, liberalismo extremo o también “anarco-capitalismo” lleva esta convicción hasta sus últimas consecuencias.

     El liberalismo social en cambio, preocupado también por la igualdad y no sólo por la libertad, incluye entre los criterios de justicia ciertos parámetros de cooperación. John Stuart Mill, pensador “de encrucijada” entre el liberalismo clásico y el socialismo naciente, dedica varios párrafos de sus obras a subrayar la necesidad de un estado que asegure las condiciones para que el individuo pueda luego autodesarrollarse.

     Pero en la mayoría de los casos leemos párrafos como el de Cragg.

“Cualquier intento del Estado liberal por proteger el pluralismo de la sociedad entraría en colisión con los principios liberales de la justicia. El Estado no tiene derecho a interferir en el desenvolvimiento del mercado sociocultural, excepto, por supuesto, para asegurar que cada individuo tenga una porción justa de los medios disponibles necesarios para ejercer sus capacidades morales. La existencia o desaparición de propósitos sociales de un tipo particular no es asunto del Estado”.

     El mismo Rawls sostiene que “los modos de vida valiosos van a sostenerse por sí mismos en el mercado cultural, sin necesidad de la ayuda del Estado, porque, en condiciones de libertad, las personas son capaces de reconocer el valor de los modos de vida, y en consecuencia, van a apoyarlos”.

     Este criterio, suponiendo el caso que fuera correcto, sin embargo sigue sin responder la pregunta de nuestro ejemplo ¿Qué contenidos tiene la educación? Desde ya un liberal afirmaría que los contenidos deben ser aquellos que la libre iniciativa privada establezca. Respecto de la educación pública, deberían formularse conforme un criterio de neutralidad.

     He aquí el gran principio liberal para lo público: para resguardar la libertad individual es necesario un Estado neutral que no se aferre a ninguna teoría particular del bien.

     Rawls en un pasaje ilustra cómo la neutralidad afectaría a nuestro ejemplo de la educación.

“Varias sectas religiosas se oponen a la cultura del mundo moderno y desean llevar una vida en común al margen de las influencias indeseadas de ese mundo. Surge entonces un problema acerca de la educación de sus hijos y de las exigencias que el Estado  puede hacer. Los liberalismos de Kant y Mill pueden llevar a exigencias destinadas a promover los valores de autonomía e individualidad como ideales encargados de gobernar la mayor parte de la vida, si no la vida entera. Pero el liberalismo político tiene propósitos distintos, y exige mucho menos. Exigiría que la educación de los hijos incluyera cosas tales como el conocimiento de sus derechos constitucionales y civiles, de modo que, por ejemplo, llegaran a saber que existe en su sociedad la libertad de conciencia y que la apostasía no es un crimen legalmente perseguible (...) Además, su educación debería prepararles también para ser miembros plenamente cooperantes de la sociedad y capacitarles para ser autosuficientes; también debería estimular en ellos las virtudes políticas generándoles el deseo de respetar los principios de justicia”.

     Las objeciones a realizar son abundantes. La primera es de base y se establece en el mismo marco de la argumentación liberal. Los liberales quieren defender la capacidad de elegir de los individuos entre posturas antagónicas. Sin embargo, parecieran tomar dichas posturas -en palabras de Taylor- “como si las condiciones de una libertad creativa y diversificadora estuvieran naturalmente dadas”.

     Es decir, ¿cómo garantizar que el individuo tendrá verdaderamente opciones significativas para elegir si ellas son arrasadas por las reglas del “mercado cultural”? Algunos autores liberales, como es el caso de Ronald Dworkin, llegan a reconocer un deber del Estado de proteger la estructura sociocultural de la “degradación o debilitamiento”. Esto es, asegurar que exista una adecuada diversidad de opciones. Sin embargo, estas opciones se verifican en la sociedad civil, y no en el seno del aparato estatal.

     La segunda objeción es de fondo. Si el Estado puede desentenderse del bien humano es porque tal bien no existe. No hay un criterio objetivo para definir la vida buena del hombre y cualquiera que se estableciese, de seguro, atentaría contra la libertad individual. Las “opciones significativas” las da el mercado social.

     ¿Qué ocurre si la mayoría en ese mercado apoya una concepción particular del bien y vota para que el Estado la imponga a todos los demás? El liberal se desmayaría. “Eso no es posible” replicaría, “deben respetarse los derechos naturales, los valores de razonabilidad o de tolerancia”. La masa finalmente preguntaría ¿y por qué vamos a respetarlos? En ese momento el liberalismo comienza a dar razones de fondo e invocar criterios racionales de por qué son buenos ciertos valores y por qué son malos otros tantos.

     Michael Sandel, en Moral y Liberalismo critica este aspecto de la fundamentación liberal:

  “La tolerancia, la libertad y la igualdad son también valores, y difícilmente podríamos defenderlos mientras afirmamos que ningún valor puede ser defendido. Es, por tanto, un error defender los valores liberales y al mismo tiempo sostener que todos los valores son puramente subjetivos. Defender el liberalismo a partir de un punto de vista relativista equivale a no defenderlo del todo”.
    
     En verdad lo que ocurre es que tras la pretendida neutralidad liberal hay una “doctrina comprehensiva liberal” -en los términos de Rawls- buscando hacerse con la dirección de lo político.

     Por ello, porque en el fondo su teoría política esta asentada sobre una concepción general determinada de lo que puede ser el bien político, Rawls se ve obligado a sostener en algún pasaje escondido:

 “Obvio es decir que ni es posible ni es justo permitir que todas las concepciones del bien se desarrollen (algunas implican la violación de los derechos y las libertades básicas)”.

     Paul Ricoeur, en el mismo sentido que Sandel, critica una convicción previa que lleva a Rawls a proponer una teoría construida “a medida” para justificar aquellas convicciones. “Mi tesis -sostiene Ricoeur- es que una concepción procesual de la justicia brinda a lo más la formalización de un sentido de la justicia que no deja de estar presupuesto” En otro pasaje afirma: “Esta racionalización consiste en un proceso complejo de ajuste entre una convicción y la teoría”.

     ¿Cuál es entonces la concepción del bien del liberalismo? Ya lo expusimos en un apartado pero vale la pena repetirlo y ampliarlo. El bien común, para los liberales y sobre todo para los liberales sociales que son los que tienen más aceptación en nuestros días, es lograr la cooperación social en las sociedades democráticas de hoy, sin perder la libertad individual.

     El bien político de la justicia como equidad es el resguardo de la libertad individual y soluciones alternativas a las reclamaciones de desigualdad de condiciones, en un marco político de respetuosa garantía a la esfera privada como elemento central que subordina y limita a lo público.

     Cuando uno lee a Rawls hablar de la cooperación social, podría pensar que intenta superar los aspectos individualistas que han caracterizado a las posturas liberales con un planteo sensible hacia lo social. A poco de andar, se avizoran, sin embargo en los detalles de su conceptualización de la cooperación las mismas bases individualistas que mantenían los demás autores liberales.

“La idea de la cooperación social requiere una noción de la ventaja racional, o del bien, para cada participante. Esa idea del bien define lo que cada uno de los miembros comprometidos con la cooperación -ya sean individuos, familias, asociaciones, o incluso pueblos enteros estatalmente constituidos- trata de conseguir viendo el esquema cooperativo desde su propio punto de vista”.

     Una vez más surge el individuo como agente previo y autónomo con respecto a la sociedad. Como si llegaran un conjunto de hombres ya educados y realizados a una isla desierta y establecieran cómo convivir; cosa que, en realidad, jamás sucede.

     No hay espacio político -no hay, al menos, una formulación estructural de dicho espacio- en la teoría liberal para una convivencia entre individuos que se desenvuelva en un plano diferente al de las relaciones entre intereses personales. Relaciones que excedan ese plano, no parecen tener otro destino que quedar confinadas a la esfera privada.

     Esta visión resulta antagónica con la existencia de un bien común pleno, vital. En verdad, lo que se sostiene es un agregado de bienes particulares que “co-operan” en un marco político de convivencia y de cierta interacción, pero sin aceptar el desafío de armonizarse en la realización de un verdadero bien común.

     No hay posibilidad de un debate franco e institucionalizado entre las diferentes concepciones del bien en el ágora política y por tanto -en los términos de Macintyre- nos enfrentamos a una privatización del bien común.

     Asistimos a un desplazamiento del sentido y la importancia de ciertas esferas o dimensiones del hombre. La ética, en el liberalismo, pasa a ocupar el lugar de la política y pretende independizarse de ella.  El problema ético ya no es saber qué es aquello que yo quiero verdaderamente para mi, o lo que es igual, qué es lo bueno para mi, sino más bien qué debo hacer en relación con los otros o hasta dónde puedo avanzar en esa relación. De este modo la ética se vacía de un contenido positivo, por llamarlo de algún modo, y comienza a configurarse sobre una base negativa.

4. La teoría utilitarista


     En un segundo estadio encontramos a los utilitaristas, que reconocen en forma expresa la importancia de lo común para lograr el bien individual. El utilitarismo, en su formulación más simple, sostiene que el acto o la política moralmente correcta es aquella que genera la mayor felicidad entre los miembros de la sociedad.

     Este criterio presenta varios atractivos. En primer lugar el fin que los utilitaristas tratan de promover no está subordinado a “entelequias metafísicas”. No depende de la existencia de Dios, o del alma, por ejemplo. Ellos sostienen que la búsqueda en la sociedad de la utilidad o el bienestar humano debe llevarse a cabo de manera imparcial y para ello debemos atender a lo que todo hombre busca: la felicidad.

     El otro atractivo es su adecuación con nuestras intuiciones acerca de las diferencias entre el ámbito de la moral y otros ámbitos. Diferencias que, aunque en mis reflexiones son subestimadas, en verdad permanecen muy acentuadas en el “inconsciente colectivo”. Es el pensamiento típico que se traduce en la siguiente máxima: “Es lo que yo pienso, pero no puedo obligar a que todos piensen como yo”.

     El último atractivo, como señala Will Kymlicka, es su “consecuencialismo”. Es decir: exigen constatar si el acto o la medida política en cuestión generan algún bien identificable o no. Todo el que realiza alguna condena moral, por ejemplo, debe mostrar a quién se perjudica; de qué modo la vida de alguien resulta empeorada. De la misma manera, el consecuencialismo dice que algo es moralmente bueno sólo si mejora la vida de alguien. En este sentido el utilitarismo no representa un conjunto de reglas sino más bien una prueba para asegurar que tales reglas sirven a alguna función útil.

     Ante tantos atractivos, ¿cuál es la diferencia -y la crítica- entre el utilitarismo y la concepción que desarrollan estas reflexiones? Fundamentalmente dos: su carácter teórico y su actitud reduccionista de la naturaleza humana, muy propia de su trasfondo individualista.

     Ya desarrollamos esas críticas más arriba. Ahora quiero concentrarme en el carácter democrático del utilitarismo. Los defensores del utilitarismo establecen un único criterio para definir el bien común: lo que establezca la mayoría. Es decir: lo que resulte más placentero y menos doloroso para la mayoría debe ser adoptado como regla del Estado. Recordemos que en el utilitarismo la satisfacción de cualquier deseo tiene algún valor en sí; valor que deberá tomarse en cuenta al decidir lo que es correcto. Al calcular el balance mayor de satisfacción no importa para qué son los deseos. 

     ¿Y si la mayoría se equivoca? Aparece aquí la debilidad del planteamiento roussoniano. El bien común entra en un peligroso relativismo. Y no digo peligroso porque sí: puede ser el caldo de cultivo para el nazismo o para otros “excesos políticos” similares.

     En el caso de la educación, si todos votáramos para que enseñaran de una buena vez el modo más efectivo de drogarse a los adolescentes no existiría ningún fundamento para rechazar la moción. John Stuart Mill que era utilitarista, advirtió esta deficiencia y por eso quiso incorporar al utilitarismo democrático de Bentham un principio de competencia. Combinar la democracia con la aristocracia para asegurar una elite -la clerecía- con mejor criterio para elegir “lo más placentero”. El ideal de Aristóteles en clave utilitarista. Sin embargo, la incorporación resultó contradictoria con la vocación democrática de un utilitarismo coherente con sus postulados.

     Dejen que subraye la diferencia fundamental entre el utilitarismo y el liberalismo, aunque es evidente. Los liberales, a pesar de que se esconden tras la neutralidad, defienden según vimos una escala de valores definida y un concepto de bien común. Los utilitaristas, a su vez son los grandes defensores del relativismo. El bienestar social depende directa y únicamente de los niveles de satisfacción e insatisfacción de los individuos.

     El problema es que liberales, como Rawls por ejemplo, se acercan peligrosamente al utilitarismo aunque pretenden rechazarlo, y utilitaristas como Mill hacen lo propio con el pensamiento liberal. ¿Por qué pueden hacerlo? Porque ambas concepciones argumentan sobre la base del individualismo que es su raíz común.

5. Nuestra visión


     Llegamos al tercer estadio que es el que nosotros consideramos prudente. Establecimos un criterio moral para la vida buena del hombre: “Llega a ser el que eres” y dijimos que la felicidad estará dada por el intento de desarrollar al máximo las capacidades morales de cada persona. Fundamentalmente la felicidad es el resultado del éxito de ese desarrollo, no sólo al final del camino sino también en cada uno de sus pequeños y grandes desafíos.

     La necesidad de lo común aparece desde cuatro perspectivas diferentes. La primera fue señalada. Las potencialidades humanas no son sólo atributos naturales sino también producto de la motivación social. Es la educación en el más amplio de los sentidos.

     Es interesante la crítica que hace Bertrand de Jouvenel, a este respeto, de las teorías contractualistas

"Las teorías del ‘contrato social’ nos presentan hombres maduros que han olvidado su niñez. La sociedad no se funda de la misma manera que un club. Cabe preguntarse cómo los robustos y errantes adultos, descritos en estas teorías podrían imaginar las ventajas de una futura  solidaridad, a menos que hubieran disfrutado de la misma durante su período de crecimiento; o, también, cómo podrían sentirse ligados por un mero intercambio de promesas, a menos que hubieran adquirido el concepto de obligación a través de una existencia en el seno de un grupo".

     La segunda perspectiva, sin embargo, es anterior. El mismo hecho de compartir una misma naturaleza humana nos indica que no es descabellado suponer que nuestra realización tendrá más de un punto en común. Es cierto que somos todos diferentes, ¡pero no es menos cierto que somos todos tan parecidos! Este basamento común legitima la experiencia milenaria del hombre y, en cierta medida, nos ahorra mucho tiempo al desechar caminos de realización, transitados ya sin mayor éxito. También nos confirma otros caminos, otras prácticas y otras tradiciones. En verdad, es tan intensa y tan importante esa herencia común, que resulta imposible concebir la realización personal sin ese sustrato.

     Esta perspectiva nos acerca, también, a la naturaleza animal y vegetal e incluso a la naturaleza cósmica en sus infinitas expresiones. La experiencia acumulada en nuestros “hermanos” -para imitar a San Francisco- no es una enseñanza menor. Una de sus principales lecciones es, sin duda, la armonía de lo particular con respecto al todo.

     Una tercera perspectiva se acuña a la sombra de lo dicho. Desde nuestra naturaleza descubrimos que es imposible ser felices solos, porque la felicidad es felicidad con otros y, sobre todo, por otros. La mayoría sino todas las potencialidades a las que hicimos referencia necesitan un alter ego para poder desarrollarlas o compartirlas o incluso para guardarlas con timidez en lo más profundo de nuestra alma.

     Sería un error cerrar la percepción de lo común a nuestro estricto marco familiar; un error muy usual en las concepciones individualistas. En primer lugar porque la estabilidad y la felicidad de la familia depende de la comunidad, aunque sea ella su núcleo central. Para decirlo de algún modo: nuestra familia necesita de muchas otras familias para ser feliz y todas necesitan de un marco común. Un ejemplo elemental puede ilustrar el comentario: los padres pueden ser excelentes, pueden querer a sus hijos del modo más apropiado; sin embargo, los hijos no podrán realizarse en forma integral sin el marco de sus amigos y, en general, de un entorno cuyas condiciones promuevan la realización.

     La cuarta perspectiva señala, como corolario de las anteriores, un destino común. Eso no significa que al final todos seremos “cortados con la misma tijera”, sino más bien, que al final, en un estado ideal, nuestra realización personal se conjugará armónicamente con el conjunto. La clave para semejante desafío, no es establecer una “largada” y esperar que al final lleguen todos al mismo encuentro sin importar por cuál camino. Más bien, la clave es aceptar un proyecto común y tender hacia él mediante un sentido común.

     El sentido común es la capacidad de juzgar nuestras acciones y la de los demás y dirigir también nuestra vida conforme el fin que nos hemos propuesto como comunidad. Aquel norte establecido como el sumo bien común ilumina nuestra perspectiva particular y nos permite adecuarnos o incluso rebelarnos.

     Llegamos así a una tesis fuerte: el bien individual no es posible en plenitud sin el bien común. Ahora bien: el bien individual ¿se identifica con el bien común? Por supuesto que no, sólo es su condición, pero dependerá de cada uno llegar a ser quién puede ser. Más aún, la libertad no es posible en plenitud sin el bien común. 

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