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6. El bien común necesita de la política


     Muy por el contrario de lo que pudiera parecer, el sentido común no es un atributo natural del ser humano. Es necesario poner aquí algunos matices importantes.

     El ser humano por el solo hecho de serlo posee un sentido común que le permite adherir al proyecto común del hombre y de la humanidad. Que en general, y ante circunstancias semejantes, a todos nos parezca mal matar a otro ser humano -por ejemplo- responde a este sentido. Tal vez responda a alguna inclinación innata o, si se quiere, a una moralidad impresa en nuestra alma.

     Sin embargo, este sentido no alcanza para iluminar los demás estadios: el estadio cultural que hace mención a las particularidades de la comunidad donde nos hemos desarrollado (y a la que respondemos) y el estadio que configura mi propia conciencia y mi propia idiosincrasia. Ninguno de ellos puede ser orientado por aquel básico sentido de auto-pertenencia a la humanidad.

     Este es el ideal liberal: los hombres dejados a su libre arbitrio finalmente construyen el proyecto común por una capacidad innata que metafóricamente se la denomina “mano invisible”  o “espectador imparcial” (o, como Rawls, “sentido de justicia” o “razonabilidad”).

     Nuestra tesis, para ser consistente con la anterior, afirma la necesidad de una conformación política del proyecto común -del bien común-. El sentido común es una cualidad de nuestro carácter, que debe ser aprendida y ejercitada en un ámbito social configurado por un proyecto político.

     Ni siquiera los proyectos comunitarios escapan a la necesidad de lo político. En este sentido, disentimos con aquellos autores que justifican la comunidad en una voluntad natural o inconsciente, como luego veremos. El bien común, que se forja mediante las acciones de sentido común de las personas, supone y exige una estructura política y un proyecto político.

     Tomemos un ejemplo, demasiado abstracto y elemental, pero muy ilustrativo. Una comunidad de personas cruzan el desierto en busca de una tierra con abundante agua. Desde ya, el movimiento supone un líder que -no importa la organización política- dirige el grupo. En un lugar descubren un pequeño hilo de agua y se instalan para descansar. El comerciante de la comunidad considera suficiente el agua que hay para él y su familia y se decide a establecer allí un gran bazar para vender vasos y baldes a la orilla del arroyuelo. La maestra también se siente satisfecha y comienza a enseñar a sus pequeños que esa es la tierra prometida. Incluso un grupo grande de personas se organiza luego para que los precios del comerciante sean controlados en atención al bien común. El líder sin embargo, sale a la palestra y les recrimina su falta de sentido común: “Hemos acordado llegar a una tierra donde haya agua para todos y esta agua no cumple esa condición. El proyecto político nos obliga a seguir nuestra peregrinación...”

7. ¿Cómo procura el Estado el bien común?       


     Ha llegado el momento de enfrentarse al gran desafío que dejáramos establecido al final del capítulo anterior. ¿Cómo asegurar el bien común sin afectar la libertad individual conquistada? Ese no será el único interrogante. Las sociedades contemporáneas ya no sólo piden “libertad” sino también “igualdad”, y más aún, piden “comunidad” o “fraternidad” o “solidaridad”, o como queramos llamarle.

     Frente a solicitudes tan diversas las ofertas son igual de diversas y antitéticas. En efecto, la libertad y la igualdad, ni que hablar de la fraternidad, parecen conceptos contrapuestos: asegurar el primero significa condicionar el segundo o viceversa. En ambos casos el escenario individualista rechaza propuestas fraternales.

     En los extremos de la lucha entre libertad e igualdad podemos encontrar a los liberales inflexibles, que parecen no advertir, le hablan a un mundo profundamente democrático. Un mundo que ha vivido durante 30 o 40 años el Estado de Bienestar, y que además tiene muy fresca en la memoria los abusos de la época liberal. Estos pensadores, paradójicamente, sin ser populares, parecieran estar dominando el ámbito de las decisiones políticas contemporáneas de países democráticos como Argentina u otros.

     Nozick y Milton Friedman entre otros liberales extremos consideran que el único régimen socioeconómico admisible en la actualidad es el anarcocapitalismo: un régimen de mercado en el que cualquier institución pública queda abolida y el reino de la libertad individual se realiza por su cuenta.

     Estas posturas suponen, a diferencia de la de Rawls o la de Dworkin, una vuelta a posiciones extremadamente conservadoras, pero con una novedad: renuncian a la tarea de asegurar la libertad en el marco de una sociedad políticamente constituida porque creen que ese proyecto es imposible. Ningún liberal se había animado a tanto. Para ellos, el concepto de Estado desaparece y asume su investidura una especie de empresa de bienes y servicios cuya única misión es velar por la protección de los derechos individuales.

     La conclusión de la teoría de los derechos de Nozick es la de que “un Estado mínimo, limitado a las estrictas funciones de protección contra la violencia, el robo y el fraude, de cumplimiento de contratos, etc, se justifica.  Cualquier Estado más amplio violaría el derecho de las personas de no ser obligadas a hacer ciertas cosas y, por tanto, no se justifica”. La propuesta de Friedman es similar: sustituir el poder del Estado por el de los empresarios y la libre empresa y convertir las relaciones sociales en relaciones económicas. Este neocapitalismo extremo es para los autores el único modo de asegurar la libertad.

     Podemos repasar ideas como las de Hayek que se queja de “la confusión entre libertad como poder con libertad en su significado original”, que “inevitablemente conduce a la identificación de libertad con riqueza”. “Si soy o no mi propio maestro y puedo seguir mis propias elecciones, y si las posibilidades de entre las que puedo elegir son muchas o pocas, son dos cuestiones completamente diferentes”. “Incluso si la amenaza de inanición para mí y quizás para mi familia me fuerza a aceptar un trabajo desagradable a un salario muy bajo, incluso si estoy ‘a merced’ del único hombre que quiere emplearme, no estoy coaccionado por él ni por ningún otro, ni por consiguiente soy no libre puesto que la libertad no es sino estar libre de coacción”

     En el otro extremo están los socialistas y socialdemócratas, que aún no se recuperan del fracaso del modelo de bienestar y siguen propugnando los viejos modelos keynesianos, desde el árido llano -para colmo- del individualismo relativista. La crítica más frecuente de estas posturas “de izquierda” a la justicia liberal recrimina que ésta acepta una igualdad formal entendida como igualdad de derechos civiles y políticos, mientras que desatiende las desigualdades materiales al no ocuparse de promover un igual acceso a los recursos. Sin embargo, su maltrato al valor excelso de la libertad les ha costado caro.

Existen algunos intentos interesantes por adecuar la fórmula socialista, pero son proyectos incipientes. Un intento meritorio es el del filosofo belga Philippe Van Parijs, Libertad real para todos. El gran ensayo es el del pensador Anthony Giddens en su libro "La Tercera Vía":
"La social democracia puede no sólo sobrevivir, sino prosperar, tanto a nivel ideológico como práctico. Sin embargo, sólo podrá hacerlo si los socialdemócratas están dispuestos a revisar opiniones anteriores más concienzudamente de lo que la mayoría ha hecho hasta ahora. Necesitan encontrar una tercera vía". Sin embargo, la tercera vía todavía sufre un proceso de examen riguroso sobre todo por parte de los intelectuales europeos”.


     Habría que mencionar también, para completar el marco descriptivo al pensamiento típico de los llamados dirigentes de base: sacerdotes parroquiales, agentes comunitarios y gente buena comprometida con las realidades sociales más dramáticas.

     Son estas personas las que profesan de buena fe un Estado dirigido por el valor supremo de la fraternidad, aunque sin mayores explicaciones sobre el modo de conciliar este anhelo con la necesidad de equilibrar las variables macroeconómicas o respetar las tendencias de mercado. Hay que decirlo: el idealismo de estas posturas es tan utópico que, en algunos casos, se vuelve temerario.

8. ¿Existe una fórmula para el bien común?


     La fórmula en donde se conjugan adecuadamente los valores de libertad, igualdad y fraternidad es la fórmula del bien común. Pero esta fórmula no se establece con un principio rector que baja como un silogismo de las reglas que contienen cada uno de esos valores. Por el contrario es una construcción que surge de la realidad. Una realidad aprehendida “a la luz de esos valores” hasta el punto de alcanzar la fórmula de bienestar. Pero luego esa fórmula retroalimenta aquellas reglas, supera incluso el marco establecido para esos valores y condiciona la realidad futura.

     Aunque los herederos de la Ilustración se pongan nerviosos, he de decir que la salida al enfrentamiento entre estos supuestos valores antitéticos es permitir una interacción entre ellos, y a su vez una interacción de ellos con la realidad y viceversa. Propugnamos, en definitiva, un método relacional para lo político, similar al método dialéctico en algunos aspectos, pero con matices diferentes.

     El método relacional o si se quiere interactivo, está fundado sobre un presupuesto esencial: la política como “arte de lo posible”.

     Recordemos lo apuntado. El Estado y fundamentalmente la política es ante todo contingencia, devenir, infinitos problemas y problemas infinitos que exigen prudencia en la acción política. El grave problema de muchos de los pensadores políticos modernos es que no asumieron en plenitud la íntima relación entre la política y la contingencia o, lo que es igual, la historia. Creyeron poder racionalizar sus estructuras, cubrirlo de normativas y de mecanismos burocráticos, limitarlo con una lista de derechos y obligaciones, balancearlo. Pero la actividad estatal excederá siempre todos nuestros planes. Porque es la vida misma de la polis, de la comunidad, y como tal, es un torbellino de contingencias a resolver sobre la marcha.

     Cuando trabajé en el Poder Judicial de la Provincia de Córdoba, y siendo un Juzgado Civil y Comercial, advertí cómo la realidad podía superar ampliamente y hasta poner en jaque, una normativa legal que creía haber resuelto todos los detalles. 

     Gobernadores, jueces y legisladores saben bien de lo que estoy hablando, y los ciudadanos, aunque nos llene de miedo reconocerlo y nos de la sensación que se escapará de nuestras manos ese monstruo totalitario y corrupto, debemos asumirlo como una verdad: el Estado no es estructura, o al menos, no es sólo estructura; es dinámica y es contingencia.

     No quiero liberar al monstruo del “corset constitucional” que tanto nos costó ponerle pero no podemos vivir en una ficción que termina por perjudicarnos. El constitucionalismo liberal, y el Estado  burocrático pueden limitar al poder pero, en no pocos casos, su legalidad es inversamente proporcional a su eficacia.

     En este sentido, seguridad jurídica no es sinónimo de bien común, aunque sí puede ser uno de sus presupuestos. Lo será en la medida en que las normas (que deben asegurarse) sean adecuadas y sean justas. En la justicia y la adecuación influirán infinidad de matices entre los cuales podemos señalar las características propias de la comunidad donde van a aplicarse, la capacidad de la estructura, etc.

     La buena política que hace posible el bien común, entonces, es un hacer, un coordinar posibilidades de manera prudente. Es un hacer aquí y ahora.

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