23 Entrega

3. Autoridad y potestad      


     Como lo hacían los clásicos podemos distinguir entre autoritas y potestas, en este caso para mostrar la diferencia entre un representante investido de la autoridad por un medio legal y electoral y otro que posee la autoridad por el reconocimiento natural del común de las personas en atención a sus calidades morales, intelectuales, su experiencia, su valor, etc.

     En el primer sujeto, sus decisiones no pueden desentenderse del marco legal y exigen además la amenaza de sanción para su efectivo cumplimiento. En el segundo, por el contrario, sus dictados “son ley” para sus seguidores y no se necesita amenaza de sanción, porque descubren la bondad de su contenido.

     Nosotros, aunque corremos el riesgo de generar una confusión, hablaremos de autoridad del gobernante para referirnos, en cierto modo a la “potestas” de la persona que cumple con esa misión. Espero no enfadar a los defensores de los conceptos pero, en verdad, no se me ocurre otra palabra para designar esta calidad del dirigente, al parecer adicional pero ciertamente esencial.

     En iguales términos se pronuncia Jouvenel:

“Quiero utilizar la palabra ‘autoridad’ para indicar la posición en que se encuentra A en relación Bs, que “le miran con respeto”, “le prestan atención”, y experimentan una inclinación a obedecer a sus solicitud. Esto es, pues, algo dotado de dimensiones: tiene una dimensión extensiva, en cuanto al número de personas que miran con respeto a A puede ser mayor o menor; y tiene una dimensión intensiva, en cuanto que la inclinación que siente por A puede ser mayor o menor, según los individuos. La autoridad de A es susceptible de aumentar o disminuir en cualquiera de estas dos dimensiones, con el transcurso del tiempo. Este empleo de la palabra está en pugna , sin embargo, con el uso de los juristas. Para estos últimos, Autoridad (escribiré la palabra con mayúscula siempre que la utilice en el sentido de los juristas) significa el derecho a mandar que implica el deber correspondiente de obedecer. El derecho constitucional delimita las diferentes posiciones de la Autoridad y sus competencias, esto es, trata de disipar cualquier duda relativa al alcance del control y de reducir los usos sobre los que puede ejercer ese control. El hecho de que un B determinado sea sensible a la autoridad de una A determinado es, para mi, cuestión de observación”.

     Más de un lector, a esta altura, me habrá tachado de “idealista temerario” por las ideas expuestas. A modo de defensa diré que mi reflexión se ajusta sí, a un tipo ideal. En la realidad, soy consciente de que será muy difícil encontrar, en todos los casos, dirigentes y en especial dirigentes políticos que puedan asumir la “autoritas” y la “potestas”. Por esta razón, voy a coincidir en que pueda ser peligroso otorgarle un margen más amplio de discrecionalidad para que hagan las cosas “peor de lo que ahora lo hacen”.

     ¡Qué desastroso sería para la sociedad -podríamos decir con Jouvenel- que la Autoridad de sus magistrados pudiera ser mayor o menor según el reconocimiento o "potestas" que tuviera cada uno! Por el contrario "potestas" es un concepto dinámico, al que se recurre para describir el proceso real de la política, en la cual la personalidad se halla en un permanente cambio, de aumento o pérdida, por lo que se refiere a su ‘talla’ y ‘peso’. Es lo que la gente llama "autoridad moral" y es el factor determinante para la construcción de ámbitos de posibilidad.

     En el capítulo anterior concentramos la atención en la autoridad de los dirigentes sociales y comunitarios y la necesidad de incluirlos en la arquitectura de lo político. Ellos tienen, más allá de alguna base legal por las organizaciones que representan, una verdadera autoridad moral, sedimentada por la adecuación entre sus ideas e ideales y la forma en que las han hecho carne en sus propias vidas.

     Pero ahora debemos abocarnos a reflexionar sobre la crisis de representación del dirigente político, porque ningún "acompañamiento" de otros dirigentes podrá lograr resultados si no se revierte el descrédito del dirigente por antonomasia que es el político.

4. El fundamento de la autoridad política


     No me animo a comenzar el apartado con preguntas cómo ¿quién es soberano? porque entraríamos a cuestiones metafísicas que exceden al trabajo y al autor. Sí podemos formular un interrogante más acotado: ¿Quién tiene autoridad para ser gobernante?

     Frente a esa pregunta la modernidad ensaya dos tipos de respuesta. La primera no duda en sentenciar: la persona que designe el pueblo. El gobernante es, bajo esta óptica, representante del pueblo y mandatario de la voluntad general. Tras estas afirmaciones en principio simples y contundentes, se estructura todo un edificio teórico que fundamenta la convicción. De partida pareciera fundarse en una creencia: que el agregado humano -ese conjunto de personas que llamamos “pueblo”- tiene un alma colectiva, un genio nacional y una voluntad general.

     El “pueblo” y no sus componentes es el soberano, investido del mismo poder que en otro tiempo se le asignara a Dios: absoluto y en cierta manera incontrastable. En su momento nadie podía saber cuál era la verdadera voluntad divina y un grupo reclamaba para sí el título de portavoz (la Iglesia). Ese fue el gran detonante que derribó aquel fundamento.

     Pero luego la versión laica de la soberanía tuvo el mismo carácter enigmático. Jean Bodin quien fue el primero en sistematizar el concepto llegaba a decir “Soberanía es el poder supremo ejercido sobre súbditos y ciudadanos sin restricciones legales”. Ahora el portavoz del nuevo sujeto soberano que es el pueblo fue la "voluntad general".

     Ahora bien, la única forma de hacer realidad la voluntad general es hacerlo coincidir con la decisión del conjunto de la población. El paradigma de la democracia es, en este sentido, una asamblea popular en continua deliberación. Sin embargo, tal situación como podemos imaginar es imposible y por tal razón la población debe elegir a sus representantes para que interpreten la voluntad general.

     La tensión comienza cuando es necesario reconocer que el ciudadano que delegó en el representante su soberanía, no puede conservar derechos de rebeldía o de resistencia que pueda ser opuesto a este nuevo representante soberano. Como señala Espinoza:

“Todos han debido conferir al soberano mediante un acto expreso o tácito el poder que ellos tenían a regirse por sí, es decir, todo el derecho natural. En efecto, si ellos hubiesen querido reservar para sí algo de este derecho deberían conservar al mismo tiempo la posibilidad de defenderlo pero como no lo han hecho y no lo pueden hacer sin que haya una división entre ellos y, en consecuencia, una destrucción del mando, por eso mismo se han sometido a la voluntad cualquiera que sea, del poder soberano”.

     Espinoza concluye con una afirmación que puede darnos un poco de “escalofrío” pero que en el fondo es irrefutable: “Que el Poder supremo pertenezca a uno solo o esté repartido entre algunos o sea común a todos, es lo cierto que al que lo posee pertenece el derecho soberano de mandar todo lo que él quiera...; el súbdito está obligado a una obediencia absoluta durante el tiempo en que el rey, los nobles o el pueblo conserven el poder soberano conferido por esta trasferencia de derechos”.

     Por eso el pensador del siglo XVII defiende una democracia directa (por utilizar un concepto moderno). Es una democracia definida en los siguientes términos: “La unión de los hombres en un todo que tiene un derecho colectivo sobre todo lo que está en su poder”. Rousseau se expresa de igual forma: los hombres no pueden comprometerse a obedecer más que a la totalidad. Incluso llega a decir:

“La soberanía no puede ser representada… Los diputados del pueblo no son y no pueden ser sus representantes… La idea de los representantes es de lo más moderno: nos viene del gobierno feudal, de ese inicuo absurdo gobierno en el cual la especie humana estaba degenerada, y donde el título de hombre es un deshonor”.

     El ginebrino ha advertido el problema que trae aparejada la representación y sin embargo, es incapaz de solucionarlo, porque como hemos dicho la democracia directa es una ilusión imposible de realizar y sobre todo perjudicial, como luego veremos.

     Hasta aquí llega la primera respuesta a la pregunta sobre quién tiene autoridad: un gobernante elegido por el pueblo que, en nombre de “la voluntad del pueblo” y justificado por esa legitimación, podrá hacer y deshacer sin mayor necesidad de otros fundamentos extra-políticos.

     Podemos hacer propia la observación de Rousseau, en su caso hecha para el pueblo inglés: "El pueblo inglés piensa que es libre; pero se engaña: sólo lo es mientras dura la elección de los miembros del Parlamento; desde el momento en que han sido elegidos es un esclavo; no es nada”.

     La tendencia a la arbitrariedad y al totalistarismo de esta primera respuesta da pie a la segunda alternativa. El gobernante debe ser un representante no del conjunto sino de cada uno de los ciudadanos. Es la visión lockeana en contraposición con la visión rousseauniana.
    
     Aquí la ficción se construye de distinta forma: el dirigente es un mandatario del individuo y no del pueblo. Como tal debe defender en el agora público los intereses particulares de sus votantes con la tranquilidad que existirán otros que harán lo propio con los suyos. El resultado final de esta confrontación de intereses privados será el bien común.

     En el caso que el representante no cumpla con su función, los representados tienen un “derecho de resistencia” -si utilizamos la noción de Santo Tomás- o según Locke un “derecho de reasumir su libertad original y a cuidarse de su propia seguridad y salvaguardia, constituyendo un nuevo legislativo (tal y como lo considere más conveniente) que sí cumpla con los fines que perseguían todos y cada uno al entrar en sociedad”.

     Aunque la teoría contractualista de Locke y de otros, que es la teoría de la delegación condicionada de la soberanía, aparece como más seductora, es imposible pasar por alto sus gruesas contradicciones. De partida el derecho de resistencia es difícil de efectivizar, sobre todo porque no hay autoridad ante quien recurrir (justamente porque es la autoridad misma la que se cuestiona). La única salida son las revoluciones pero, por muy romántico que suene la posibilidad, la historia enseña que son excepcionales. Además, supuestamente, la revolución se legitima por ser un alzamiento del “pueblo” y no por la insatisfacción de un representado ante la falta de fidelidad de su representante.

     Frente a semejantes vicisitudes, la alternativa de la representación individual en contraposición a la representación colectiva busca sucedáneos abstractos similares al concepto de “soberanía del pueblo” para limitar al gobernante elegido. En su caso el sucedáneo es el Derecho Natural. Según dicho ordenamiento que rige a todos los hombres más allá del orden político específico, nacemos por naturaleza libres e iguales. El derecho natural liberal agrega: todos podemos realizarnos por nosotros mismos sin mayor ayuda de lo político. Por tal motivo, el gobernante debe limitarse a garantizar el ejercicio de esos “derechos naturales”.

     Este es el discurso de los autores liberales clásicos entre los que aparecen John Locke o Adam Smith. El discurso liberal contemporáneo -John Rawls, Ronal Dworkin y demás- ha abandonado, en cierta medida, aquella línea y busca otro sucedáneo: la racionalidad, que en el ámbito público se convierte en la razonabilidad. A través de la razonabilidad los hombres se asumen libre e iguales y pactan un principio de justicia liberal y un gobierno limitado y representativo de los intereses razonables de los ciudadanos. Los utilitaristas también harán su aporte en este sentido y establecerán su propio sucedáneo. Ellos afirmarán que por la conveniencia, la utilidad, tanto gobernados como gobernantes procurarán un gobierno limitado.

     El arquetipo para instrumentar esta concepción es el pacto social: el contrato por el cual todos decidimos delegar en nuestros representantes el poder para que “nos” representen. Eso sí: en forma condicional y limitada. ¿Cuál es el problema aquí? A más que dicho pacto jamás fue firmado y como metáfora incluso es inadecuada, parte del supuesto que la suma de los intereses individuales conforma el bien común. Parte también de la ficción que, un grupo de personas sin organización política alguna, tienen el suficiente grado de desarrollo social como para firmar un acuerdo y respetarlo sin haber tenido justamente nunca un gobierno político que ordene los criterios comunes.

     La teoría hipotética del pacto político que funda el Estado de Derecho constitucional moderno es ya lo dijimos una ficción peligrosa. Un conjunto de individuos que consienten en abandonar un estado de naturaleza -bélico en el caso de Hobbes, inseguro en el caso de Locke- para establecer un orden político limitado.

     Si lo pensamos por unos momentos, caemos en la cuenta que el fundamento político-constitucional de la legitimidad en las sociedades actuales parece un cuento de hada. Tanto critica el pensamiento ilustrado la ingenuidad de los planteamientos religiosos, como por ejemplo el de la creación: Adán y Eva y, sin embargo, la ficción política propuesta no es menos ingenua.

     ¿Por qué es una ficción peligrosa? Justamente por eso: porque es una ficción, y genera relaciones ficticias. El representado aspira ser un mandante servido por un mandatario, y sólo recibe el trato de un vasallo frente al “Señor Gobernante”.

     Adam Smith en consonancia con Hume, supo advertir ya en el siglo XVIII, la falacia de la teoría del contrato:

“Preguntad a un portero común o un obrero de jornada completa por qué obedece al magistrado civil; les dirá que eso es lo que debe hacerse, que el ve que todos lo hacen, que sería castigado si se negara a hacerlo, o tal vez que es un pecado contra Dios no hacerlo. Pero jamás le escucharán mencionar un contrato como la causa de su obediencia”.

     Hoy en día, quizás podamos “balbucear” el concepto, sobre todo, cuando estamos enojados con nuestros políticos: “Son nuestros empleados, nuestros servidores” pero nos termina frustrando el hecho de advertir que del deber ser a la realidad, hay demasiada distancia.

            Puede ser positivo que en el “imaginario social” exista la idea de una soberanía delegada en forma condicional a través de un instrumento que se asemeja al de una constitución nacional. Positivo digo, porque enervará al ciudadano a participar para defender “sus derechos”, cosa difícil si la invitación fuera para construir un proyecto político de final incierto. Sin embargo, los ciudadanos debemos ser conscientes de la ficción que nos rige y sus problemas de adecuación con la realidad.

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