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5. El fundamento de autoridad en la opinión vulgar


     Profundicemos en la observación y la descripción de ese “imaginario social” que constituye un aspecto importante de la cultura política de un Estado.

     Desde ya hay que tener en claro una realidad: aunque en una reflexión académica las respuestas reseñadas -democracia y liberalismo- son diferenciables, en la cultura política contemporánea del ciudadano medio, en cambio, ambas concepciones se entremezclan y se confunden. El mejor concepto para definir esta confusión tal vez sea la noción de democracia-liberal.

     Hoy en día encontramos un ciudadano que se siente miembro constitutivo de un contrato que en verdad nunca firmó. Pero eso no importa: el “imaginario” es suficiente para legitimar cualquier participación: responsable y metódica o intempestiva y ocasional.

     Lo curioso es que cuando este individuo -que somos cada uno de nosotros- habla de política, no declara defender sus propios intereses, ni tampoco cuando solicita al gobernante que lo escuche. Muy por el contrario todos tratamos que nuestros intereses sean los del “pueblo” y que lo que nosotros digamos quede presentado como si lo dijera el derecho natural.

     Otro tanto hacen los gobernantes que en ocasiones se escudan en ciertas normas naturales que impiden tal o cual acción o reforma; sin embargo cuando presentan proyectos que los benefician -aunque atente contra esas normas- no dudan en sentenciar: “que el pueblo juzgue”. Es el caso típico de un gobernante exitoso que quiere sortear el obstáculo constitucional que le impide ser reelecto y para ello apela a la decisión del pueblo.

     En definitiva, cuando nos conviene somos liberales individualistas y no queremos que el Estado avance sobre mi frontera privada. Pero cuando nos parece que quedaremos en desventaja, ahí surge nuestra alma rousseauniana.

     De este modo, se cumple la sentencia del pensador Macintyre. A primera vista o mejor dicho a la vista de los intelectuales, puede haber una supuesta oposición entre el individualismo liberal y el colectivismo de la democracia. Unos  se presentan como los incorruptibles defensores de la libertad individual. Otros más proclives a la planificación y la reglamentación (y al totalitarismo). Lo crucial, en realidad, es el punto en que las dos partes contendientes están de acuerdo a saber: que el individualismo es la única realidad política posible, sea dejando que el individuo haga lo que quiera, sea dejando que la mayoría de esas individualidades se unan para someter a la minoría. O lo que es igual como seañala Robert Dhal “que una minoría oprima a otra minoría ante la aquiescencia o la indiferencia de la mayoría”.

     Una vez más: tal vez sea bueno sentirnos soberanos en el ámbito de lo político para exigirle a los gobernantes respeto a la ley constitucional que garantiza nuestros derechos; tal vez sea bueno sentirnos “pueblo” para exigir la sanción de una ley que beneficia a la mayoría tanto como a la comunidad toda; pero debemos ser conscientes que, con ello, no basta. Sobre todo porque no basta para realizar el bien común.

6. ¿Cuál debe ser el fundamento de autoridad?


     Llegamos así al punto en que semejantes visiones abstractas, idealistas -e incluso utópicas- del poder se estrellan contra una realidad política que está muy lejos de seguir a Santo Tomás, a Rousseau o a Locke y que se guía más bien por Maquiavelo y por Nietzsche.

     ¿Qué debemos hacer ante tal contradicción, esta distancia entre lo que creemos y lo que verdaderamente es? Ya lo dijimos y lo repetimos varias veces; un camino es el pragmatismo absoluto: acomodemos la teoría a la realidad. En el tema específico de la autoridad política sería darle la razón a Jouvenel; el Estado es el resultado del éxito de una banda de bandidos que no puede justificarse con ninguna legitimidad. Su único fin es explotar en su beneficio la cosa pública.

     El otro camino es remozar las teorías políticas modernas hasta el punto en que sean aplicables a la problemática planteada. Aquí se agrupan propuestas tales como: “cuando el ciudadano participe entonces se superará la actual situación”, “cuando extendamos la educación a toda la sociedad tendremos una democracia virtuosa” “cuando los controles republicanos sean más estrictos entonces el gobernante, aunque quiera, no podrá dejar de hacer lo que debe”...

     El primer camino es absolutamente fatal. Lo político tiene, como vimos, un fin que lo constituye y sin el cual no puede ser entendido. Si renunciamos al bien común como fin e instalamos la ley de la selva, entonces ese será el fin y la sociedad transitará senderos más oscuros que los actuales. Quiero decir: la neutralidad valorativa con respecto a la política no es neutra en sus consecuencias, de eso podemos estar seguros.

     El segundo camino es el que ensayan los actuales “catones” que vienen a salvar la política. Sus propuestas no han sido, sin embargo, debidamente confrontadas. Que el individuo no participe ¿es causa o efecto? Si fuera causa entonces salgamos a gritar por las calles nuestra convocatoria, pero creo que todos coincidarán: es un efecto sintomático del individualismo. Otro ejemplo: el desafío de la educación ¿puede solucionar el comportamiento individualista? Hoy en día las personas más educadas de la sociedad no son, exactamente, modelos de solidariad y virtud. Puede que la educación en el pensamiento individualista moderno sólo produzca más personas preparadas para vivir el individualismo moderno. El último ejemplo: no importa que el gobernante no sea virtuoso si establecemos buenos mecanismos de control. Tal vez evitemos que robe sin límite, pero no podemos garantizar de ese modo buenos gobernantes que lleven adelante un buen gobierno.

     El problema de la teoría política y social moderna y contemporánea es que guarda en sus raíces gruesos errores y contradicciones. Y por más que “retoquemos” algunos detalles seguirá resultando ineficaz para dirigir la acción política real.

     ¿Cuál puede ser entonces una fórmula de autoridad buena, o lo que es igual una fórmula de gobierno que realice el bien común? El ideal es simple de enunciar: debería ser una fórmula que reconozca autoridad a aquellas personas que naturalmente la obtienen, porque sus indicaciones reciben la obediencia de sus dirigidos por convencimiento. O lo que es igual  aunque parezca ridículamente  simple: tendrán autoridad aquellos que logren tenerla y sostenerla en el tiempo, no simplemente por métodos coactivos, sino porque son respetados espontáneamente. Estamos en el punto en el que obediencia se identifica con libertad y gobierno con servicio.

     La forma más bella en que ha sido descrito este ideal tal vez sea el relato de Antoine de Saint-Exupéry en El Principito cuando el enigmático niño visita el asteroide donde sólo vivía un rey:

“El rey exigía que su autoridad fuera respetada. Y no toleraba la desobediencia. Era un monarca absoluto. Pero como era muy bueno, daba ordenes razonables. “Si ordeno -decía corrientemente- a un general que se transforme en ave marina y si el general no obedece, no será culpa del general, será culpa mía... Hay que exigir a cada uno lo que cada uno puede hacer. La autoridad reposa, en primer término, sobre la razón. Si ordenas a tu pueblo que vaya a arrojarse al mar hará una revolución. Tengo derecho de exigir obediencia porque mis órdenes son razonables”.

     ¿Cómo acercarnos a ese lejano ideal? Al menos ya tenemos una guía. Al parecer un buen camino puede ser concebir a la autoridad como diálogo entre los sujetos de la relación política.

7. La autoridad como diálogo


     Hablar de una relación de autoridad sostenida por el diálogo suena tan utópico como la lectura de Tomás Moro. En verdad parece difícil pensar en un diálogo entre dos personas cuando la igualdad es desvirtuada al tener uno poder y el otro no. Sin embargo hay ciertas pautas que tal vez nos permitan abrigar una esperanza.

     En primer lugar ya dijimos que el mando no es posible sin la obediencia. En este sentido mientras más avanza la educación popular y más extendida sea la conciencia ciudadana, más difícil resultará al gobernante sostener resoluciones por la fuerza sin dar razones de su directiva.

     En segundo lugar no debemos olvidar el factor democrático que se incorpora al ideario occidental contemporáneo y al orden mundial. En una democracia, el dirigente debe “testear” continuamente sus criterios con el electorado a través de elecciones o sondeos estadísticos, ya que no puede darse el lujo de desatender la opinión pública.

     Tercer elemento: nadie puede subestimar la crisis política de final de siglo que se refleja entre otras cosas en el debilitamiento del poder del Estado frente a las “realidades globalizadas”. Hoy más que nunca el dirigente necesita convencer a sus seguidores sobre las bonanzas de su proyecto político. Caso contrario recibirá la apatía general cual si fuera un balde de agua fría.

     Por último, una precisión pertinente a este trabajo. Puede que haya menos diálogo en cuestiones que hacen al marco legal-coercitivo de la relación política. Pero se vuelve una condición básica y esencial en el caso de la autoridad entendida como potestas. En esa dimensión, ese ámbito de posibilidad que tanto hemos defendido, el dirigente convence por sus aptitudes, sus cualidades y no por la amenaza de sanción.

     Cuando hablamos de la “autoridad como diálogo” debemos ser muy precavidos. Diálogo no significa obsecuencia del dirigente hacia la opinión de sus seguidores, como tampoco un monólogo de uno para con el otro. No sería bueno por ejemplo que el político use el diálogo para manipular con sus talentos los legítimos planteamientos de su gente. El diálogo supone igualdad en el sentido de respeto y de interés por interactuar con el otro, aunque también supone diferencia porque entre dos absolutamente iguales sólo tendríamos un monólogo hecho de a dos.

     Por eso digo que el papel del político no puede limitarse a escuchar al pueblo, atender sus reclamos y cumplir con la voluntad soberana del electorado.  Este tipo de discurso se vale de una demagogia irresponsable. En verdad el gobernante no puede ser un representante. La política es un asunto demasiado serio para dejarla sólo en manos de políticos, pero ir hacia el otro extremo puede ser catastrófico: hacer siempre lo que el pueblo dice. Decir esto no es sostener una idea aristocrática o antidemocrática. Simplemente todos somos conscientes de una realidad que se repite en todos los órdenes de la vida: hay gente más preparada humana y profesionalmente para ciertas actividades que otras.

     Cuando tenemos un problema de salud acudimos al médico y respetamos su opinión. Por supuesto poseemos la astucia para advertir una mentira gruesa o la actitud de un profesional inescrupuloso, pero frente a un buen medico, después de escuchar razones que apenas comprendemos, le entregamos nuestra confianza. El ejemplo no es mío: es una analogía utilizada ya por Platón y repetida luego por varios autores contemporáneos entre ellos John Stuart Mill. Podríamos repetirlo con los abogados, arquitectos, cocineros, albañiles...

     En el caso de la política el asunto es más complejo. Lo que está en juego no es el interés de un “paciente” o un “cliente” y ni siquiera el interés de todos si lo entendiéramos como la suma de los intereses individuales. Lo que se decide es el bien común, que no es de nadie, pero que a la vez es de todos, beneficia al conjunto; que tampoco es del gobernante y sin embargo a él compete realizarlo, aunque todos son protagonistas, como hacedores y como "víctimas" o destinatarios. Por último, la complejidad se extiende si pensamos que en política no hay recetas, porque el problema a resolver es novedoso y porque la comunidad no puede identificarse como un cuerpo, justamente por la libertad de cada uno de sus integrantes.

     El carácter difuso de lo público y del bien común acentúa la necesidad de personalizar la relación política para que se actualice y se aleje de los yerros de la abstracción. Y en el marco de esa personalización debe haber una interacción, un equilibrio entre lo que opinan los dirigidos y lo que el dirigente sugiere.

     En verdad el dirigente debe aportar a ese diálogo lo que sólo el posee: la prudencia. Sin embargo, dicha prudencia necesita de la opinión ciudadana, primero porque sólo así podrá conocer integralmente una realidad que lo supera -y ya sabemos que la realidad es el elemento esencial del juicio prudencial-. Segundo porque ningún dirigente puede ser tan necio de pensar que jamás equivocará el rumbo. Por tanto es importante que sus seguidores -que poseen el sentido común- puedan controlarlo y corregirlo cuando se desvíe.

     Por eso es tan importante la participación de todo tipo de personas en la política, para que la dirigencia de la sociedad no asiente sólo en pocas cabezas, sino más bien en un equipo pluriforme que, sin duda, será más prudente a la hora de decidir y más atento cuando hay que controlar. En este sentido el ideal de vida de los republicanos es loable, aunque lleguemos a sus conclusiones por otros caminos más "vivenciales" por llamarlos de algún modo.

     Un presidente o gobernador con aires de caudillo o un pelele que gobierna escuchando los resultados de las encuestas, ambos extremos son inadmisibles. El caudillo puede declarar una guerra sin sentido y nadie advertirá el error. Un pueblo enardecido y con sed de venganza puede reclamarla también sin razón, y es necesario un grupo de dirigentes prudentes que sepan discernir lo que se debe hacer en ese momento de locura colectiva.

     Para eso existen los dirigentes: para interpretar con una capacidad especial y con la prudencia que se requiere, cuál debe ser la política adecuada. El pueblo controla, apoya o castiga y también sugiere. El dirigente decide cuando la ley le da el poder, pero en el ámbito de posibilidad está obligado a intereactuar hasta el punto donde consiga la unidad de acción por la adhesión del grupo.

            La autoridad como diálogo requiere, por tanto, una interacción necesaria entre el gobernante que comparte razones con los gobernados y éstos últimos que comparten experiencias con aquel. Es necesario alcanzar un equilibrio tal que el que obedezca tenga la misma motivación del que manda y haga suyos los imperativos razonables de lo común. Pero a la vez el ámbito público debe ser lo suficientemente permeable como para enriquecerse de los aportes y las disidencias individuales. Porque en el ámbito de posibilidad no habrá sanción para el que no obedezca. Simplemente fracasará el proyecto de construir un espacio común en el que compartamos algo más que lo que exige la letra de la ley.

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