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9. ¿PODRÁN LOS CIUDADANOS?








     En la conformación de lo político, es decir en el establecimiento de los criterios comunes que organizarán nuestra convivencia, sobre todo si pretendemos ir más allá de un planteo básico,  debe darse una verdadera interacción entre todos los integrantes de una comunidad.

     De una deliberación pública debe surgir el proyecto común, con el objetivo de realizar el bien común. El proyecto servirá al gobernante para ajustar su prudencia y a los ciudadanos para perfilar su sentido común.

     En efecto, ya para establecer el contenido y las prioridades de lo político así como su escala de valores, es necesaria la participación y la opinión de toda la comunidad. En el caso de los ámbitos de posibilidad el desafío es mayor, porque la construcción política no puede avasallar las garantías modernas de la libertad. Nos metemos de lleno, entonces, al problema del consenso en las sociedades contemporáneas.

     Como todos los autores que se animan a adentrarse en un tema tan espinoso, deberemos caminar en la cornisa. De un lado la posibilidad de caer en un relativismo que exalta de tal manera los derechos de los participantes de la mesa del consenso que jamás se lograrán fórmulas que vayan más allá de la estricta convivencia. Del otro, un escenario más proclive a la interacción que puede dar por resultado un final incierto: el acuerdo en lo profundo sobre lo que supone el bien común de esa comunidad o la degeneración que lleve a un dirigente o a un grupo a engañar al resto proclamando como bueno, lo que solamente es bueno para unos pocos.

1. El consenso limitado


     El pensamiento liberal elige el primer camino. Si tomamos a John Rawls como autor paradigmático de nuestro tiempo, podemos ver cómo estructura su razonamiento: 

“El propósito de esta tarea (lograr un consenso entrecruzado) no es examinar las doctrinas comprehensivas que de hecho existen para luego esbozar una concepción política que haga una suerte de balance entre ellas (...) La justicia como equidad no procede así; hacerlo la convertiría en política por una vía equivocada. Lo que hace, en cambio, es elaborar una concepción política como noción independiente”.

Hay una independencia total y absoluta -como ya fue subrayado- respecto de aquello que sea ajeno a lo político aunque, sin embargo, la teoría política necesite comulgar, en un marco de razonabilidad, con las concepciones particulares del bien, ser “foco de un consenso entrecruzado”, por lo cual invoca su apoyo.

Rawls responde a las objeciones respecto de la posible renuncia a un entendimiento político que construya una comunidad política, y a los que ven su teoría como una mera fórmula de convivencia de posturas irreconciliables. “En efecto, hay que abandonar -señala Rawls- la esperanza de una comunidad política, si por tal comunidad entendemos una sociedad política unida en la afirmación de la misma doctrina comprehensiva. Esa posibilidad está excluida por el hecho del pluralismo razonable, unido al rechazo del uso opresivo del poder estatal para vencerlo”

Se podría decir que Rawls no concuerda con nuestra intención de buscar qué hay más allá de las relaciones de poder y restringe el consenso a lo que pueda lograrse en el estricto marco legal.

¿Cómo hace Rawls para establecer una concepción que mantenga el grado de independencia deseado respecto de las diferentes posturas vitales particulares, y que permita a la vez la cooperación social de todos los ciudadanos? El autor echa mano de la teoría contractualista y construye la ficción hipotética de la posición original.

La posición original no es otra cosa que un mecanismo de representación por el cual las partes, simétricamente emplazadas, han de llegar a un acuerdo en condiciones equitativas. Aun a pesar de esta garantía de legitimidad que irradia la supuesta simetría de las partes, Rawls se ve obligado a excluir de la posición negociadora, aquellos elementos que pudieran desequilibrar el contrato en favor de unos y en perjuicio de otros, circunstancia que sería inadmisible cuando el consentimiento, que es el quid de la simetría, se ha convertido en la fórmula de legitimidad de los principios sancionados.

Para ello cubre a las partes con un "velo de ignorancia”, un entorno de debate absolutamente neutral.

“La razón por la cual la posición original debe abstraerse de las contingencias del mundo social y no verse afectada por ellas es que las condiciones para que se dé un acuerdo equitativo, sobre la base de los principios de la justicia política, entre personas libres e iguales imponen eliminar las ventajas negociadoras que inevitablemente surgen en el seno del marco institucional de cualquier sociedad por acumulación de tendencias sociales, históricas y naturales".
                       
Esta ficción tiene una explicación antropológica. Se supone que la persona posee dos potestades que determinan su igualdad y su libertad: una, la de tener un sentido del deber y de la justicia -la potestad de ser razonable- y dos, la de concebir y perseguir un conjunto de bienes particulares -potestad de ser racional-.

La distinción entre las dos capacidades, es fundamental para Rawls a la hora de comprender cómo es posible el acuerdo entre ciudadanos con posturas diferentes y hasta contradictorias que, sin embargo, se muestran “razonables”, logran el consenso y se disponen a aceptarlo de buena gana, siempre que se les asegure reciprocidad.

Lo razonable y lo racional se diferencian, también -según Rawls- en que “lo razonable es público en un sentido en que no lo es lo racional”. Merced a esta capacidad, una persona ingresa al mundo público de los demás, en un plano de igualdad, y nuestra predisposición al acuerdo que se forja bajo su inspiración.

“En la medida en que somos razonables, estamos dispuestos a construir el marco del mundo social público, un marco que resulta razonable esperar que será aceptado por todo el mundo y dentro del cual todos podrán actuar, en el bien entendido de que se puede confiar en que todos harán lo mismo”.

Otro rasgo típico de la posición original viene dado por una clara aversión de las partes al riesgo, que se deriva de su incertidumbre respecto a cómo se desarrollarán sus vidas en el marco de justicia que están construyendo. La incertidumbre originada por el velo de ignorancia promueve, frente al temor de salir perjudicados, la dinámica de la regla maximin, consistente en maximizar los mínimos y no los máximos, es decir maximizar las garantías frente a las situaciones desventajosas de pobreza, marginación y desamparo, en detrimento de las de riqueza y poder.

     Más allá de las críticas que podamos formular a esta visión teórica del consenso, es importante reconocer que brinda un fundamento a lo que en la realidad de nuestros días ocurre cuando los ciudadanos se acercan a "negociar" y a buscar consenso.

     Como reconoce Macintyre en su magistral artículo "La privatización del bien":

“Mis primeras críticas al liberalismo estaban formuladas, por lo demás, de tal manera que se pueda reconocer que es realmente así como suceden las cosas. No consistían (o no solamente) en acusar a las teorías liberales de que entrañaban una indeterminación fundamental respecto de las reglas morales; se esforzaban también en mostrar que esta indeterminación y este empobrecimiento se ilustran en la realidad social desde el instante que estas teorías se ponen en práctica”.

     Nuestro desafío, por tanto, es proponer nuevas fórmulas que permitan abrir el marco de los acuerdos a nuevas posibilidades, en el que sea posible una cooperación más profunda sin dañar la libertad.

2. El consenso constructivo


     En el capítulo anterior analizamos extensamente una de las condiciones fundamentales cuál es la calidad de los dirigentes que se sientan a la mesa del acuerdo. Ahora, nos concentraremos en las condiciones para ese acuerdo.

     En verdad son condiciones para un diálogo que supone un encuentro real y no virtual o teórico. No estamos hablando de un pacto original o contrato social, porque ya hemos dicho que tales momentos no existen, ni histórica ni ontológicamente. Hablamos de las millones de oportunidades en las que ciudadanos se ponen de acuerdo para avanzar en proyecto políticos concretos comunes. 

     ¿Cuáles son las condiciones para que estos encuentros logren el objetivo de acordar cuestiones que superen el estricto marco de la libertad/obligación, los ámbitos de posibilidad a los que hemos hecho referencia? En primer lugar debe haber un conocimiento previo entre los participantes, que establezca cierta confianza como presupuesto. La razonabilidad es un desafío mucho más sencillo cuando las partes se conocen, no necesariamente como amigos, pero sí en el marco de una comunidad (una especie de amistad cívica).

     Además debe existir una verdadera voluntad de diálogo, que a su vez lleva ínsito la voluntad de llegar a una resolución común. No niego que pueda darse el caso de un diálogo sin estos presupuestos, pero su éxito creo sería excepcional y no la regla. En definitiva estamos hablando de un diálogo sin el "velo de ignorancia" que pretendía imponer Rawls para asegurar la neutralidad y la igualdad de las partes.

     El pensador liberal veía al consenso como un verdadero desafío de nuestro tiempo (y en verdad lo es). "¿Cómo es posible -se pregunta- que pueda persistir en el tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales que andan divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables pero incompatibles? Dicho de otro modo: ¿Cómo es posible que doctrinas comprehensivas profundamente enfrentadas, pero razonables, puedan convivir y abrazar de consuno la concepción política de un régimen constitucional? ¿Cuál es la estructura y cuál el contenido de una concepción política que pueda atraerse el concurso de un consenso entrecruzado de este tipo?"

     Alain Touraine analiza el destino del hombre en la “aldea global” y se hace preguntas iguales de enigmáticas “¿podremos vivir juntos?” La respuesta, sin embargo, es simple pero alentadora:

“La pregunta planteada, ‘¿podemos vivir juntos?’, parece exigir en primer lugar una respuesta simple y formulada en presente: ya vivimos juntos. Miles de millones de individuos ven los mismos programas de televisión, toman las mismas bebidas, usan la misma ropa y hasta emplean, para comunicarse de un país a otro, el mismo idioma. Vemos cómo se forma una opinión pública mundial que debate en vastas asambleas internacionales, en Río o en Pekin, y que en todos los continentes se preocupa por el calentamiento del planeta, los efectos de las pruebas nucleares o la difusión del sida”.

     Pensar en una deliberación pública entendida como diálogo abierto y sin condicionamientes ¿es, entonces, una utopía? Creo que no, aunque su realización es difícil -no voy a negarlo- y exige una gran vocación política, no sólo de parte de sus dirigentes, sino también del conjunto de la ciudadanía.

     Para entender cómo es posible una deliberación pública, debemos reflexionar unos párrafos sobre la opinión pública.

3. La opinión pública


     Es un error de nuestro tiempo asignarle a la opinión que resulta de las encuestas, y mucho más a aquella que surge de los medios de comunicación, el título de “opinión pública”. Ello porque un individuo que reflexiona en soledad o sólo habiendo contrastado sus opiniones en el marco de su familia, sus amigos o su programa de televisión favorito no alcanza a interactuar con el sentir de la comunidad y por tal no alcanza a forjar su opinión pública.

     Las opiniones políticas particulares manifestadas espontáneamente, sin haber sido confrontadas en un ámbito común con otras diferentes de sectores distantes y hasta contrarios, al fragor de la retórica, luego de una meditación mínima y sobre todo ante la inminencia de una decisión que obliga a la unidad de acción, no es nada más que un conjunto de opiniones particulares. Y la suma de las opiniones individuales no es la opinión pública.

     No es necesario teorizar mucho para advertir lo que decimos. Muchas veces nos habrá pasado que, sostenida una postura al parecer definitiva, cuando debatimos nuestras razones con una persona extraña que vive otra realidad, aunque sea vecino de mi comunidad, advertimos luego, meditando el asunto, que su opinión también tiene una cuota de razón. Es, en este juego dialéctico, cuando comenzamos a ser más “razonables” y empezamos a pensar en el bien común. Ni que decir si participamos de agrupaciones políticas, sociales o religiosas en donde sí se puede dar un verdadero debate político.

     Así debería ser nuestro voto en las elecciones: el resultado de una meditación en el marco de la comunidad. Así deberían ser nuestras posturas políticas. Más aún: así deberían forjarse los valores políticos comunitarios, porque en el debate público nuestros intereses particulares se ven superados voluntaria o necesariamente por un sentido de razonabilidad y una disposición hacia el Bien Común. En este sentido, no deberíamos tener miedo al debate político aunque sea fuerte y apasionado, si es respetuoso y acepta, al menos, las reglas comunes mínimas.

     Por todas estas consideraciones debemos ser precavidos respecto de algunos efectos negativos de la democracia, cuando se invoca una opinión pública que no ha sido construida conforme las pautas analizadas.

     Ya desde los inicios del clamor democrático, muchos autores, sobre todo liberales, como Tocqueville o John Stuart Mill, advirtieron sobre la importancia de evitar “la tiranía de la mayoría”. Mill lo manifestaba en estos términos:

“Por consiguiente, no basta con la protección contra la tiranía de los magistrados, también se necesita contra la de las opiniones, y sentimientos prevalecientes, contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta para los que no están de acuerdo con ellas, a fin de esclavizar el progreso, impedir si es posible, la formación de cualquier individualidad que no armonice con sus costumbres, y obligar a todos los caracteres a que se ajusten a su propio patrón”.

     Este fenómeno no es otra cosa que la tendencia a endiosar la opinión agregada de todos los ciudadanos sobre cualquier tema político o de otra índole -las nunca bien ponderadas encuestas- y que sin embargo, por una combinación fatal entre individualismo y relativismo, hace que esos individuos, a su vez, se sientan condicionados por la opinión del resto.

     De este modo se forma un círculo vicioso en el que nadie termina de hacerse cargo de señalar las pautas que hacen a la verdad y a la falsedad, a lo correcto y a lo incorrecto. Estos criterios quedan sentenciados a la indeterminación propia del contingente mundo de una opinión finalmente anónima. Ante esta circunstancia, la opinión pública se pervierte y ganan terreno los medios de comunicación, que no son más que "opinión publicada" y que están sometidos a criterios de espectáculo, diversión y lucro empresario (no lo estoy diciendo como un reproche, sino como una observación fáctica).

4. Condiciones para una deliberación pública


     Por todo lo dicho, la voluntad de la ciudadanía no puede reducirse a una “votación dominguera” en un cuarto oscuro montado en el aula de una escuela. No podemos rechazar las ventajas que importó la votación individual, secreta e incluso obligatoria. Tampoco propongo eliminarlo. Pero no alcanza sólo con esa modalidad para realizar el bien común.

     Hay otro elemento negativo que debemos tener en cuenta. Cuando la relación política sólo es entendida como una relación directa de cada individuo con el Estado, además de exacerbarse los intereses individuales, se produce una disminución importante de las expectativas que ese ciudadano deposita en lo público. La disminución es directamente proporcional al grado de abstracción de ese poder.

     Mientras más abstracto sea el poder (Estado provincial, nacional, integraciones regionales, organizaciones internacionales en ese orden jerárquico) más difícil será la interacción de los criterios políticos que desarrollamos (naturaleza, eficacia y racionalidad) y más básico su planteamiento de bien común.

     ¿Debemos renegar entonces de organizaciones públicas que excedan el estricto marco comunitario o, si se quiere municipal? Muy lejos esta propuesta de sostener semejante idea. Pero es indudable que la realización del plano de posibilidad que según hemos defendido concentrará gran parte de las expectativas políticas más importantes de la comunidad, es inversamente proporcional al grado de abstracción de la autoridad.

     El gobernante de una comunidad o de una región puede promover mucho más la interacción entre sus habitantes y los grupos que conforman y lograr así una política más plena de sentido y de contenido. Si escalamos en la pirámide de poder, entonces las posibilidades serán menores y los criterios más individualistas serán el único tópico posible.

     La verdadera deliberación pública, por tanto, sólo puede darse en un marco comunitario. Allí, pueden recrearse las condiciones de un diálogo: un encuentro real, conocimiento previo o al menos la posibilidad de conocerse y simpatizar una voluntad de diálogo ajena a posturas dogmáticas o ideológicas y además una intención de consensuar una decisión.

     Sin embargo, todas estas condiciones no llegan a darle o a asegurar el carácter de “pública” a la deliberación. Sólo puede tener tal carácter aquella que se produzca en el seno de las instituciones públicas y de cara a una decisión que tendrá incidencia en lo público. ¿Como es eso? Acaso un grupo numeroso de madres reunidas para dialogar sobre la problemática de sus hijos, por dar un ejemplo ¿no es una deliberación pública? En principio no, porque no se encuentran en un marco público y no sienten sobre “sus espaldas” la responsabilidad de tomar una decisión de bien común. Otro tanto con los militantes de un partido político o de otra institución intermedia, ni los feligreses de una iglesia o los profesionales que se agrupan en un colegio.

     Aunque, de hecho, es más positiva una conclusión extraída de una deliberación de este tipo, que una hecha sólo en la esfera individual o íntima, los participantes deben ser conscientes que los criterios de bien común en sus afirmaciones todavía no han sido debidamente cotejados. No hace falta que me extienda en razones y en ejemplos para demostrar que no es lo mismo opinar “desde la vereda del frente”, entre amigos o correligionarios, que deliberar en un marco público de cara a una decisión que afectará a todos. Por eso denominamos a estos encuentros deliberaciones “privadas”.
    
     Ahora bien: en la actualidad las únicas instituciones públicas donde podría darse una verdadera deliberación pública son los concejos deliberantes, legislaturas y a lo más algún que otro consejo específico donde el ciudadano puede participar. ¿Tenemos que multiplicar el número de miembros de las legislaturas para que entremos todos? La irónica pregunta nos permite descubrir el problema. Las actuales estructuras políticas del Estado Moderno son demasiado rígidas y demasiado verticalistas como para permitir una variedad de instituciones públicas intermedias donde pudiera canalizarse la participación ciudadana. Por eso insistí tanto en la necesidad de institucionalizar las iniciativas que surjan del ámbito de posibilidad.

     Los ciudadanos y sobre todos los dirigentes legitimados por sus calidades que serán invitados a interactuar no querrán postularse para diputados, para ministros o para presidentes. Nuevas instituciones políticas deben configurar -vuelvo a repetirlo- nuevos escenarios y nuevas posibilidades de participación y de consenso.

     La institucionalización de nuevos canales empero es un desafío, un ideal si se quiere. Mientras tanto ¿no habrá posibilidad por parte de los ciudadanos de lograr una deliberación que ayude a realizar el bien común? Nuestra “vocación de posibilidad” nos obliga a pensar una alternativa.

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