27 Entrega

5. Ambitos que recrean la deliberación pública


     Existen ciertos ámbitos que pueden hacer las veces de una institución pública, pues cumplen con ciertos presupuestos aunque, hay que subrayar, no pueden suplantar a los ámbitos públicos por excelencia.

     Estos presupuestos son tres. El primero es la necesidad de un diálogo entre personas que se consideren iguales. No quiere decir que sean iguales, pero debe originarse una deliberación entre personas que respeten la opinión de las demás como iguales y acepten hacia el final una resolución de consenso. No cumple este presupuesto la deliberación hecha en el seno de la familia, o de una empresa, o de una organización militar por dar sólo algunos ejemplos. Cuando existen relaciones de poder o similares entre las partes no puede darse un diálogo fructífero o, para no ser tan categórico, es difícil que suceda.

     El segundo presupuesto es la garantía del pluralismo. La deliberación, para asemejarse a una pública, debe contar con participantes de diferentes extracciones, clases sociales, religiones, profesiones, etc. En cada deliberación sobre tópicos determinados, lo importante es que puedan escucharse de algún modo las partes implicadas con sus diferentes argumentos, aunque no sólo ellos porque seguramente el diálogo abortaría por la confrontación de intereses. Deben participar también personas desinteresadas en ese tópico en particular, aunque interesadas en lograr un proyecto y una solución. En resumen, mientras más amplio sea el abanico de opiniones dispuestas al diálogo, más próxima a una deliberación pública se encontrará ese grupo.

     Lo óptimo es que puedan dialogar sobre el tópico personas que han estudiado científicamente la cuestión en un marco de respeto con personas que tienen experiencia en el mismo; que de algún modo han vivido situaciones similares o, peor aún, lo han sufrido. También es bueno que se escuche la opinión de personas mayores en interacción con la visión de personas jóvenes. El respeto no es incompatible con la pasión en el modo en que se presentan los argumentos en la deliberación.

     El tercer presupuesto está implícito en los dos anteriores. Debe existir un marco de “amistad cívica” por llamarlo de algún modo (de sentido de patria si valoramos el pasado y de fraternidad si merituamos un futuro común). Desde ya es ésta la condición más difícil de cumplir porque exige un esfuerzo individual y colectivo mayúsculo al que hoy en día no estamos acostumbrados. Aquí no hay recetas: sin ese espíritu no hay diálogo político, no hay deliberación pública y, por ende, no hay bien común.

     Me gustaría darle a todo lo antedicho un fundamento más profundo pero prefiero no extender la argumentación, para poder concluir esta reflexión con una visión integral de la propuesta.

6. Las contradicciones en el ámbito de posibilidad


     Luego de haber establecido ciertas pautas que vienen dadas desde un deber ser, no deducido sino -creo yo- inducido, es hora de merituar las limitaciones de la realidad, para presentar una propuesta prudente.     

     Hay una pregunta que es bastante compleja. Supongamos que lográramos un ámbito público o "semipúblico" (con las condiciones que propusiéramos en el apartado anterior) donde un conjunto de ciudadanos se disponen a una deliberación pública. ¿Saben en verdad lo que quieren los ciudadanos?, o como me dijo una vez un político de larga trayectoria cuando lo increpaba a que respetara lo que la gente quiere de sus gobernantes: "¿Qué es lo que el votante en verdad quiere?"

     En verdad, somos el producto de una sociedad escindida. La escisión se da sobre todo entre el ámbito de lo comunitario, lo social y lo político.

     Lo familiar y comunitario en nuestra región se mantiene consolidado todavía por sólidos principios comunitarios. Lo social, en cambio, está sometido por criterios individualistas, artificiales en sus fundamentos pero absolutamente reales en sus consecuencias. Su funcionamiento se estructura tras una dinámica económica con tendencia a la globalización y al sostenimiento de relaciones anónimas y superficiales. Touraine describe perfectamente esta escisión:

“¿Cómo podremos vivir juntos si nuestro mundo está dividido en al menos dos continentes cada vez más alejados entre sí, el de las comunidades que se defienden contra la penetración de los individuos, las ideas, las costumbre provenientes del exterior, y aquel cuya globalización tiene como contrapartida un débil influjo sobre las conductas personales y colectivas?”

     Por último, encontramos lo político que también está escindido con respecto a los otros dos y que, puesto en jaque por todas las ficciones que lo regulan, debe atender inquietudes antitéticas que vienen desde lo comunitario y desde lo social.

     ¿Quién es ese ciudadano que se dispone a una deliberación pública? ¿El hombre comunitario, el interesado miembro de la sociedad civil o el ciudadano enviciado por fantasías que le han hecho creer que en cualquier momento puede renunciar al contrato político si no se siente cómodo?

     Estamos hablando de la misma persona, pero que puede ser un ferviente feligrés que asiste a sus celebraciones religiosas, que cree y se propone cumplir lo que escucha, y, al mismo tiempo, un profesional competitivo absolutamente pragmático. Que puede ser un joven que estudia con esmero durante la semana y trabaja con ejemplaridad, pero que los sábados se desfoga con una borrachera descomunal en algún bar. O un ciudadano que aporta grandes cantidades a obras de beneficencia, pero busca todo el tiempo el modo de evadir impuestos, o el mismo que se queja por la pornografía y la utilización de la mujer y a su vez como publicista se siente obligado a seguir la tendencia general porque sabe que eso es lo que más vende...

     Ya hablamos mucho de este ser paradójico que somos los hombres de hoy capaces de las acciones más sublimes y las más perversas, generando para cada acción un fundamento que me de la razón para hacerlo.

     La libertad desde siempre nos ha impuesto una lucha constante por buscar el bien y evitar el mal; tarea que no siempre realizamos con el mismo acierto. Por otro lado los sociólogos no dudan en afirmar: a diferentes roles, diferentes actitudes.

     La tesis de esta reflexión se propone señalar que la crisis de los paradigmas modernos, nos obliga a sostener una “personalidad astillada” (en los términos del pensador Llanos); convivir en un sistema de grandes contradicciones que puede terminar por destruir lo mejor de nosotros.

     El problema no disminuye cuando elegimos a supuestos representantes. Porque a su investidura  se trasladan las contradicciones de sus representados, y es allí donde se da la paradoja: el representado tiene intereses contrapuestos, o si no los tiene, el marco en el que desarrolla sus actividades laborales, profesionales y vitales exigen políticas antagónicas.

     Es por ello, tal vez, que los candidatos llegan al poder aplaudidos, pero luego, acosado por las exigencias económicas, se ven obligados a tomar una serie de medidas que destruyen su popularidad. La paradoja es que si no las toma, también se vuelve impopular por las consecuencias que genera.

7. Los deliberantes legitimados


     En este marco de fragmentación, se proyectan las personas que naturalmente no sufren este dilema y han logrado una unidad de vida. Estas personas están llamadas a dirigir -aquellos que tengan la capacidad- y a tener un especial protagonismo en la deliberación pública.

     En verdad no son representantes. Son verdaderos dirigentes públicos (que no es igual a dirigente político, aunque un dirigente político pueda llegar a ser un dirigente público). La legitimidad y el consenso perdido o debilitado en el ámbito político se mantiene intacto en estos dirigentes y agentes comunitarios.

     ¿Quiénes son? No solamente aquellos que tradicionalmente se denominan como tales (sacerdotes, voluntarios de organizaciones no gubernamentales, docentes y directores de escuela, presidentes de asociaciones intermedias, cooperativas de padres, clubes, vecinos de activa participación), sino también todos aquellos que en ciertas organizaciones comunitarias específicas adquieren legitimidad por sus cualidades y por su servicio y entrega. Incluyo aquí a todo tipo de organizaciones humanas que, a más de tener un fin común, comparten en mayor o menor medida una experiencia de vida común de lazos fuertes; una interacción que va más allá de una simple relación instrumental o utilitaria.

     ¿Por qué estas personas conservan legitimidad y en cierta forma ejercen una verdadera autoridad basada en su “potestas”? ¿Por que al político se le exige con enfado y en cambio a estos dirigentes se les solicita “por favor” y se le ofrece colaboración? En política todo es corrupto según el sentir de mucha gente; en lo comunitario todo es altruista...

     A mi modo de ver la respuesta tal vez debamos encontrarla en la unidad de la vida y en el esfuerzo que el hombre moderno lleva adelante por lograr esa unidad. La unidad es requerida por cada uno de los miembros de esas comunidades y por eso buscan dirigentes que lo profesen y que lo practiquen. Nadie acepta en estos ámbitos un dirigente que sea muy bueno en lo suyo -en lo técnico por ejemplo- pero que deje mucho que desear en su comportamiento o en su honestidad. Una conducta pública y privada armónica es uno de los requerimientos fundamentales, entre muchos otros, que debe soportar un dirigente comunitario, para ser tal.

     Lo comunitario aparece como el marco natural para el desarrollo de una democracia de “proximidad”, fundada sobre una participación más activa y una recreación de nuevos espacios públicos locales. Al mismo tiempo es una forma de resolver el mayor desafío lanzado en este fin de siglo: “cómo conseguir la integración y afirmar la identidad, sin negar la diversidad y la especificidad de los diversos componentes”.

     Aunque un análisis más profundo de las características de la comunidad será encarado en el próximo capítulo, hay que dejar claro, que la intención no es proclamar la elevación de lo comunitario por sobre todas las otras esferas, ni mucho menos.

     Tiene razón Alain Touraine cuando afirma:

“El elogio de la pureza y de la autenticidad es cada vez más artificial, e incluso cuando los dirigentes lanzan anatemas contra la penetración de la idea mercantil, las poblaciones son atraídas hacia ella como los trabajadores pobres de los países musulmanes hacia los campos de petróleo del Golfo, los subempleados de América Central hacia California y Texas, o los de Magreb hacia Europa occidental. Fingir que una nación, o que una categoría social tenga que elegir entre una modernidad universalista y destructora y la preservación de una diferencia cultural absoluta es una mentira demasiado burda para no ocultar unos intereses y una estrategia de dominación. Todos estamos embarcados en la modernidad; la cuestión es saber si es como galeotes o como viajeros que parten con maletas, llevados por una esperanza, al mismo tiempo que somos conscientes de las inevitables rupturas”.

     ¿Sería bueno que volviéramos al estilo de vida de la polis griega, o de los burgos medievales? La pregunta ni siquiera puede plantearse, porque es imposible. Hay que ser realistas: estamos parados sobre cimientos modernos y hay que saber asumirlos si es que pretendemos transformarlos paulatinamente. La sociedad civil, la división del trabajo y la especialización, el mercado y la propiedad privada, el ethos de la racionalidad y el espíritu liberal son realidades, y con ellas hay que trabajar. Los que se pasan la vida añorando un pasado remoto, no son más que cobardes encubiertos que no se animan a encarar los apasionantes desafíos del presente.

     Aquí simplemente, se sostiene que una válvula de descompresión de las falencias estructurales del actual sistema social, puede venir de la mano de una interacción -como primer paso- entre los diferentes ámbitos sociales. Dicha interacción permitirá un “flujo de valores” y actitudes que puede abrir un camino para superar las contradicciones y el dilema descrito.

     Cada ámbito (familiar, comunitario, social y político) debe sentarse a la mesa de diálogo, a la deliberación pública,  encolumnados detrás de sus dirigentes naturales y establecidos.

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