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4. Diferencia entre comunidad y grupos comunitarios


En nuestro país -para tomar un marco de referencia- no existe una comunidad política nacional y ni siquiera existen comunidades políticas provinciales. No voy a estudiar aquí -porque no es el lugar- si alguna vez existió, pero si puedo afirmar que hoy no existen tales comunidades. Sí existe un Estado, una sociedad civil con características primitivas y una población compuesta por individualidades que, en principio, aceptan una convivencia política y una cierta unidad. Incluso nuestra población comparte toda una serie de factores patrióticos: una historia común y una conciencia -mínima- de ese pasado compartido. Sin embargo falta lo más importante: un proyecto político común, un proyecto nacional, y un “artífice” legitimado para hacerlo realidad.

Ahora bien: en nuestra conformación social sí persiste un número importante de grupos comunitarios, entendidos éstos como grupos de personas que mantienen aquellos “vínculos fuertes” a los que hacíamos referencia al principio del capítulo.

La categoría de “grupo comunitario” es -vuelvo a subrayar- meramente teórica. Sirve para destacar fundamentalmente la forma en que se relacionan sus integrantes. Cuando un grupo de personas llega a desarrollar relaciones comunitarias, entonces ese grupo a más de pertenecer a otras categorías como por ejemplo empresas comerciales, clubes, asociaciones, movimientos cívicos o unidades académicas será un grupo comunitario, capaz de aportar una experiencia social más profunda y más integral que los demás grupos en los cuales sólo se mantienen relaciones sociales. No es importante el modo en que se forjó ese grupo (si de manera natural, necesaria, espontánea o voluntaria), tampoco su estructura ni su finalidad; lo específico es la entidad de la relación interpersonal.

¿En qué consiste la experiencia comunitaria? Para entenderla y descubrir sus cualidades, debemos comparar el modo en que las personas se relacionan en la sociedad civil contemporánea. Ya hemos reflexionado en varios pasajes sobre al tópico así que propongo que sólo hagamos un comentario general para advertir las diferencias.
           

5. Las relaciones humanas en la sociedad civil contemporánea


En la sociedad individualista, supuestamente el individuo “liberado” de la opresión de lo político -y también de lo comunitario- se manifiesta libremente en su relación con los demás. Esto significa que: 1- él decidirá con quién desea relacionarse, de qué forma, y hasta qué punto. 2- Por ende los demás no podrán avanzar sobre su intimidad más allá de lo que ese individuo acepte.

Sin embargo, esta aplicación irrestricta del principio de adhesión genera en la realidad -como consecuencia- una sociedad que debe establecer necesariamente ciertas pautas que permitan prever el comportamiento de agentes en cada específica circunstancia. En definitiva el hombre en la sociedad individualista deja de ser confiable como tal, porque los criterios de su conducta se los dicta él mismo (sin mayor confrontación con la verdad).

Por ello la confianza en el hombre se restringe al cumplimiento de un rol, de un status, de una función. Allí su comportamiento será previsible o al menos censurable, en el caso que no cumpla con las expectativas que la sociedad deposita en esa función.

Hannah Arendt en La Condición Humana, analizando la conformación de esta sociedad moderna, afirma que:

“Es decisivo que la sociedad, en todos sus niveles, excluya la posibilidad de acción. En su lugar, la sociedad espera de cada uno de sus miembros una cierta clase de conducta mediante la imposición de innumerables y variadas normas, todas las cuales tienden a “normalizar” a sus miembros, a hacerlos actuar, a excluir la acción espontánea o el logro sobresaliente".

De este modo descubrimos, en el seno de las sociedades contemporáneas, la tensión que sufren las relaciones sociales entre las personas. Es la misma tensión que soporta el hombre en relación con esas posiciones rígidas. Sucede que dichas posiciones han sido abstraídas de tal forma de su sustrato subjetivo -es decir de las particularidades de la personalidad que ocupa esas posiciones- que terminan por asfixiar al hombre que las asume. Dicho de otro modo:            los roles y las funciones de estos tipos se han homologado de tal forma, que obligan al hombre intrínsecamente único y diverso a “alienarse”, separando lo que es como hombre, y lo que debe ser según la función que cumple.

Para poder sobrevivir en la gran estructura de la Sociedad Civil, los hombres debemos contentarnos con asumir los tipos y cumplirlos lo mejor que podamos. De este modo nos convertimos en profesionales, en contribuyentes, en televidentes, en consumidores... pero en pocos o ninguno de esos nichos funcionales podemos canalizar toda nuestra humanidad. A lo más podemos ser personas, posición que -como se ha dicho- guarda también una cuota de abstracción y de fragmentación. En algunos ámbitos hasta puede que se nos permita ser buenas personas. El concepto de persona lo utilizamos aquí con una significación político-jurídica remarcando las atribuciones y los deberes que se espera que cumpla un ciudadano civilizado. 

Los problemas y las derivaciones negativas de esta fragmentación son innumerables. Desde ya una gran desintegración social, no tanto en la apariencia porque “en la apariencia el sistema funciona” sino más bien en lo profundo, en lo personal y todavía más en lo espiritual.

En este nivel, por ejemplo, surge un problema de particular importancia al que sólo podremos mencionar, pero no desarrollar: todas estas posiciones rígidas generan -cada una- paradigmas éticos que en algunos casos llegan a ser contradictorios o antitéticos. Los hombres nos vemos obligados a fragmentar nuestra humanidad para ser buenos profesionales, buenos ciudadanos y buenos padres, pero de la suma de todas estas “buenas” acciones no resulta -paradójicamente- un buen hombre o si se quiere, un hombre feliz.

La situación es descrita magistralmente por Richard Sennet en El declive del hombre público:

“Actualmente, la vida pública también se ha transformado en una cuestión de obligación formal. La mayoría de los ciudadanos mantienen sus relaciones con el Estado dentro de un espíritu de resignada aquiescencia, pero esta debilidad pública tiene un alcance mucho más amplio que los asuntos políticos. La costumbre y los intercambios rituales con los extraños se perciben, en el mejor de los casos como formales y fríos y, en el peor de los casos, como falsos. El propio extraño representa una figura amenazadora y pocas personas pueden disfrutar plenamente en ese mundo de extraños: la ciudad cosmopolita. Una res pública se mantiene en general para aquellos vínculos de asociación y compromiso mutuo que existen entre personas que no se encuentran unidas por lazos de familia o de asociación íntima, se trata del vínculo de una multitud, de un “pueblo”, de una política, más que de aquellos vínculos referidos a una familia o a un grupo de amigos”.

Tenemos, por tanto, una sociedad civil en la que, a pesar del increíble avance de las comunicaciones, pareciera reinar una gran incomunicación. Vivimos, por designarlo de algún modo, la soledad de una “incomunicación comunicada”. Una “muchedumbre solitaria” que se intercomunica a través de rígidos canales formales.

El fenómeno se manifiesta en innumerables aspectos de nuestra cultura. Por nombrar alguno: las inmensas plazas públicas y edificios de los últimos años, los cuales a pesar del gran espacio y la funcionalidad aparecen como lugares de paso. “Son espacios -señala Richad Sennet- que pueden llegar a incomodar aún al más audaz, y mucho más si pretende sentarse en uno de esos bancos de acrílico colocado geométricamente en el medio de un gran playón de cemento frente a enormes construcciones de vidrio a través de los cuáles todo se puede ver, pero distante, como en una pantalla, sin que el que está adentro cruce palabra o comparta algún sentimiento con su vecino externo”.

Hannah Arendt advierte en su libro citado: “Bajo las circunstancias modernas, esta carencia de relación “objetiva” con los otros y de realidad garantizada mediante ellos, se ha convertido en el fenómeno de masas de soledad donde ha adquirido, su forma más extrema y anti humana. 

6. Las posibilidades que quedan


¿Qué puede hacer el hombre ante semejante panorama? Más allá del rígido esquema individualista al que nos somete la sociedad civil, tenemos dos posibilidades: la primera es sumarnos al contradictorio sistema y vivir la libertad entendida en términos individualistas, allí donde queden “espacios" o, la segunda, buscar ámbitos en donde poder desarrollar relaciones humanas íntegras.

En el primer caso, la persona cuando y donde se lo permitan profundizará la vocación individualista moderna de “hacer lo que cada uno quiera”, aunque tal actitud lo lleve finalmente a una situación de mayor soledad y mayor infelicidad. Como señala Simmel:

“Esto conduce a la individualización espiritual en sentido estricto de los atributos anímicos, a la que la ciudad da ocasión en relación a su tamaño. Una serie de causas saltan a la vista, en primer lugar, la dificultad para hacer valer la propia personalidad en la dimensión de la vida urbana. Allí donde el crecimiento cuantitativo de significación y energía llega a su límite, se acude a la singularidad cualitativa para así, por estimulación de la sensibilidad de la diferencia, ganar por sí, de algún modo, la consciencia del círculo social: lo que entonces conduce finalmente a las rarezas más tendenciosas, a las extravagancias específicamente urbanitas del ser-especial, del capricho, del preciosismo, cuyo sentido no residen en modo alguno en los contenidos de tales conductas, sino sólo en su forma de ser-diferentes, de destacar-se y, de este modo, hacerse-notar; para muchas naturalezas, al fin y al cabo, el único medio, por el rodeo sobre la consciencia del otro de salvar para sí alguna autoestimación y la consciencia de ocupar un sitio”.

Es la opción por el relativismo que, al ser la elección mayoritaria de los actuales habitantes de las grandes ciudades, produce ese gran defecto contemporáneo que es la anomia social; es decir, la pérdida de un nomos; de reglas de orientación de las conductas.

Lo paradójico en esta opción es que, a pesar de que la mayor parte de los comportamientos están rígidamente establecidos, hay una ausencia total de normas morales a las cuales el hombre integralmente concebido pueda aferrarse para conducirse en su relación con el todo: con la trascendencia, con sus semejantes y con el mundo que lo rodea.

En la segunda opción, en cambio, el hombre decide someterse no ya a rígidas reglas creadas por las estructuras, a los efectos de lograr seguridad y previsibilidad, sino a las reglas éticas propias de una relación en la que dos o más personas van a respetarse en sus diferencias, pero manifiestan el firme compromiso de compartir un destino común.

Esta elección no es absoluta y definitiva aunque existen personas que toman una decisión radical al respecto. Pero la mayoría de los “mortales” nos inclinamos por una o por otra actitud según el caso, las circunstancias, las personas con las que vamos a compartir ciertas actividades y otras miles de razones y sinrazones... Cuando elegimos con determinadas personas y grupos la segunda opción hemos abierto las puertas para desarrollar “relaciones comunitarias”. El ámbito puede ser cualquiera, mientras exista una predisposición en tal sentido.

Un ejemplo superficial puede ayudarnos a comprender: en una oficina pública dos empleados cumplen sus funciones; uno es jefe del otro aunque ambos pertenecen a un departamento que tiene a su vez un director. Uno y otro pueden cumplir con las obligaciones establecidas en la ley o en los estatutos y mantener una relación dentro de los estrictos parámetros ordenados por esas normas. Sin embargo, en los “espacios de discrecionalidad” que quedan abiertos entre ellos, cada uno puede comportarse de manera inmoral o sin mostrar mayor predisposición para entablar amistad o, por el contrario, cooperar aunque la acción exceda el marco requerido. Pueden trabajar juntos inclusive, sin saber nada del otro más allá de lo estrictamente profesional; sin compartir nada que no sea trabajo. Por el contrario, pueden superar la relación laboral básica con una relación de amistad o de compañerismo que termine “abriendo los corazones” de cada uno para con el otro y compartir así toda su persona, incluso su intimidad.

Ya la actitud de predisposición a una relación comunitaria es superior o mejor para el individuo que la mantiene, que una cerrazón al compromiso. Es decir, nos hará mejores personas y promoverá nuestro propio bien una conducta inspirada por una actitud amistosa, aunque no recibamos la respuesta esperada de parte de nuestros interlocutores. Hay que aclarar, empero, que para hablar de una relación comunitaria se requieren al menos dos personas que mantengan esa actitud y la hayan manifestado con resultados positivos.

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