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9. Aportes de los grupos comunitarios a lo político


Los aportes que puede producir la participación de los grupos comunitarios en lo político, en particular la participación comprometida de sus dirigentes, son infinitos y no pueden ser numerados en una lista. La razón e obvia: depende de las especiales características de los grupos que se atrevan a asumir el desafío. Sin embargo, en el marco teórico de nuestras reflexiones, podemos rescatar tres que son comunes a toda experiencia comunitaria y que tal vez -no lo sé- resulten los aportes más valiosos para lo político.

El primer aporte es el ofrecimiento a las fragmentadas sociedades de hoy de ámbitos que predisponen a las personas para una deliberación pública.

En el capítulo respectivo dejamos en claro que para lograr una verdadera deliberación pública es necesario cumplir ciertos requisitos. A la luz de esas condiciones digamos como regla que admite por supuesto excepciones, que los grupos comunitarios no pueden recrear una deliberación pública por la unidad presupuesta de sus prácticas constitutivas. Parece difícil en efecto que en el seno de un grupo comunitario se recree la diversidad y la tensión propia del pluralismo político.

Sin embargo, el grupo comunitario puede consolidar las bases para generar una deliberación pública auténtica o una que se asemeje. Esto por las características propias de sus prácticas. En el seno de los grupos se templa el carácter de sus integrantes en sentimientos como la fraternidad, la armonía de mis intereses con los del grupo, la predisposición al diálogo y al consenso, el respeto por las cualidades diversas de los demás integrantes, el perdón, el valor de la promesa... La deliberación en tales grupos logra equilibrar en teoría los criterios racionalistas y utilitaristas, con aquellos otros que surgen de la experiencia, de la prudencia, e incluso con las “razones del corazón que la razón no entiende”.

El aporte descrito es mayor en el caso de los dirigentes comunitarios. Todos ellos, acostumbrados a la responsabilidad de guiar a su grupo en la prudencia y lograr acciones consensuadas, pueden entablar llegado el caso un diálogo más fecundo en términos de consenso y en términos de eficacia con los demás dirigentes.

Pero esta potencialidad merece ciertas matizaciones. La mayor predisposición de los dirigentes para una deliberación pública tiene como contrapartida un peligro: que todos estos dirigentes sólo intenten defender sus intereses sectoriales frente a los demás, es decir, que tomen la invitación a participar en lo político, como una invitación a “representar” a su grupo frente a los otros. Y ya lo advertimos no es esa la idea. Este es un peligro real, que puede frustrar cualquier iniciativa de interacción.

El segundo gran aporte es una característica propia de los grupos comunitarios. En muchos ámbitos de la política y de la sociedad civil -no es el momento de discutir si por un defecto añadido o estructural- las prácticas se asemejan a un “juego de suma cero”. Esto es: si uno gana o se enriquece, es porque otro pierde o se empobrece. Es el caso de algunas actividades profesionales o del éxito de un empresario o de un político (por nombrar algunos ejemplos): si unos logran mayor riqueza, fama o poder es sobre la base de que no todos pueden compartir esos logros. En cambio en la experiencia comunitaria, en principio, se compite en excelencia, pero es típico de estas organizaciones humanas que los logros resultan un bien para todo el grupo que participa en la práctica.           

Si en un grupo de ayuda a los discapacitados -para dar un caso- uno de los integrantes descubre un método más eficaz para desarrollar dicha ayuda, él recibirá reconocimiento y prestigio, pero lo más importante es que todo el grupo se beneficiará de su descubrimiento.

No estoy diciendo que en el ámbito de la sociedad, de la política o de la empresa nunca se de una acción de bien que sea extensible al grupo o a la comunidad toda. Lo que quiero significar es que estas acciones no son tan comunes como en la dinámica comunitaria. Incluso me atrevo a sugerir -aunque no quiero entrar en polémicas- que en un porcentaje alto de casos en los que se den acciones con este sustrato en la esfera de la sociedad civil, podremos descubrir por detrás, de seguro, una apoyatura comunitaria.

Lo que es indiscutible es que este tipo de experiencias comunitarias son el caldo de cultivo para una verdadera vocación pública que debiera guiarse por criterios similares y no por criterios utilitaristas. Lo público, de más está decirlo, debe tener vocación inclusiva y no una vocación exclusiva como la que por momentos presenta en nuestros días.

El último aporte está íntimamente relacionado con el anterior. Hace referencia a la especial concepción de la igualdad que inspira a los miembros de los grupos comunitarios en cuanto tales. Digo “en cuanto tales” porque esas mismas personas en otras organizaciones pueden mantener de modo consciente o inconsciente, concepciones diferentes e incluso antagónicas sobre cuáles son los criterios de justicia que debe regirlos. Pero en los ámbitos comunitarios aceptan un principio humanizado y flexible de la igualdad.

Los miembros de grupos comunitarios, en estos ámbitos, aceptan subordinarse a un criterio de igualdad regido por la justicia y no al revés como puede ser entendido en el ámbito político, es decir un criterio de justicia regido por la igualdad.

 En verdad, más que un principio rígido, lo que hay es una serie de pautas que, en cada específica circunstancia, ayudan a combinar el amor o la amistad con la idea de mérito y también con la idea de equilibrio en la comparación.

Veamos como ejemplo el caso de una familia. El padre no destinará los ahorros producidos por su trabajo sobre la base de un criterio fijo: “a cada uno según su mérito” o “según su necesidad”. En cada situación valorará las circunstancias específicas, las necesidades de cada uno de sus hijos, el mérito, las posibilidades, y de ese modo establecerá la fórmula de equidad. Una fórmula que analizada a la luz de los rígidas categorías del pensamiento político, podría resultar intolerable y sin embargo, posee la cualidad de tratar a los iguales como distintos y a los distintos como iguales.

Visto desde otro punto de vista, desde la visión de los afectados por las decisiones comunitarias, la experiencia de estos grupos también aporta un espíritu más mesurado para aceptar ciertas situaciones que pueden perjudicar a algunos pero que benefician al mismo grupo o a otras personas cuyos problemas en ese momento tienen prioridad. En realidad existe una tensión que es positiva: la disposición del afectado a aceptar esa “desigualdad” con tranquilidad, confiando en los dirigentes y la inquietud de los responsables por superar lo antes posible ese estadio para bienestar de aquel.

Las lecciones que aprendemos en los ámbitos comunitarios para aceptar diferencias transitorias y sacrificarnos por el grupo, muy lejos de probar que estamos ante “estructuras sutiles de dominación” ratifican la importancia de estos grupos comunitarios como verdaderas “escuelas de vida” y en lo que a nosotros atañe como “escuelas de convivencia política”.

10. Desde lo comunitario: una nueva visión de la ciudadanía


Antes de terminar el capítulo creo importante dedicar unos párrafos a reflexionar sobre la incidencia de todas nuestras conclusiones en el concepto de ciudadanía. En varios pasajes hemos rechazado el concepto de ciudadanía que construyó el pensamiento individualista por resultar abstracto y superficial. A esta altura empero ya podemos recuperar un concepto tan paradigmático e incluirle entre sus caracteres esenciales algunos elementos dejados de lado por la modernidad.

¿Qué significa la ciudadanía para nosotros? El concepto no puede tener otro sentido que designar nuestra relación con la comunidad (esa comunidad realizada para los que tienen la suerte de vivir en una o en proceso de construcción para la mayoría de nosotros). De este modo la ciudadanía se vincula íntimamente ya no sólo a la idea de derechos individuales, sino también a la noción de vínculo con una comunidad particular.

Comencemos por destacar el valor que hemos dado a lo largo del trabajo a la acción política de las personas, por encima de las previsiones y las abstracciones de las estructuras. Como bien señala Habermas “las instituciones de la libertad constitucional no son más valiosas que lo que la ciudadanía haga de ellas”. En definitiva nuestra propuesta asienta fundamentalmente sobre una actitud ética de los protagonistas de lo política antes que en una tarea de “reingeniería política”.

Muchos autores modernos han creído que -aún sin una ciudadanía particularmente virtuosa- la democracia liberal podía asegurarse mediante la creación de controles y equilibrios. Dispositivos institucionales y procedimentales como la separación de poderes, el poder legislativo bicameral, el federalismo y el control de la prensa libre servirían en conjunto para bloquear el paso a los posibles opresores. Incluso en el caso de que cada persona persiguiera su propio interés si ocuparse del bien común, los intereses privados podrían controlarse entre sí. Sin embargo, a lo largo de este trabajo -creo- ha quedado claro que estos mecanismos procedimental-institucionales no son suficientes y que también se necesita cierto nivel de virtud y de preocupación por lo público.

Más aún: según lo dicho, la idea de ciudadanía no debe incluir una visión unitaria del modo de ser de los hombres sino por el contrario, enriquecerse de las diferencias y las variedades que propongan sus titulares. Tal vez haya sido ese el principal error que llevó a desprestigiar el concepto integral y republicano de ciudadanía: sirvió a más de uno para aplastar con una visión unitaria la inmensa variedad que resulta de la experiencia humana.

¿Acaso es necesario que todos hablemos un solo idioma, para que nos sintamos miembros de una comunidad? ¿Acaso debemos profesar la misma religión? ¿Acaso debemos pensar lo mismo sobre los grandes temas del hombre y de la sociedad? De ninguna manera. La idea de ciudadanía, tanto como la idea de comunidad, son paradigmas que deben construirse y no proyectos que deben imponerse.

De este modo llegamos al final del capítulo con una firme convicción: la batalla por “salvar a la política” no va a librarse en las estructuras ni en los grupos comunitarios y ni siquiera en las nuevas organizaciones que institucionalicen la interacción de los nuevos dirigentes. En verdad es una batalla que debe ser librada en el corazón de cada uno de los ciudadanos, porque sólo de ellos depende superar el desafío.

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